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11/06/2007 | ¿Deben reprimirse las manifestaciones callejeras?

Leo Zuckermann

Las protestas sirven para llamar la atención de los medios de comunicación y, en última instancia, de la gente. El problema es que los manifestantes civilizados no salen en las noticias y su causa pasa desapercibida.

 

En cambio, los revoltosos —los que desquician el tráfico, hacen pintas provocadoras y levantan campamentos en la vía pública— sí aparecen en los medios; quizá con una cobertura negativa, pero su causa acaba siendo conocida.

A mayor escándalo y afectación de los derechos de terceros, mayores son las voces que piden que las autoridades utilicen la coerción para restaurar el orden de una ciudad perturbada. Del otro lado, sin embargo, se argumenta que es inconveniente utilizar la fuerza pública porque eso podría agravar más la protesta. Entonces, ¿debe o no debe el gobierno usar la fuerza pública para dispersar las manifestaciones que desquician cotidianamente a una ciudad?

La relación protesta-coerción

En la academia, durante mucho tiempo, estuvo en boga la llamada "hipótesis de la U invertida" sobre la relación entre protesta y coerción. Se argumentaba que en los estados donde no había coerción tampoco había protesta; sin embargo, conforme crecía aquélla también lo hacía ésta. Había un punto de inflexión donde la coerción era tanta que las protestas disminuían, al punto de desaparecer. De esta forma, en los extremos de nula y constante coerción, no había protesta. El máximo se encontraba en los estados donde existía una coerción mediana. De ahí el patrón de una U invertida.

Algunos académicos lograron probar esta hipótesis a partir de la evidencia empírica de varios países. Sin embargo, como suele ocurrir en la academia, otros encontraron un patrón diferente al de la U invertida. Douglas Hibbs, en un estudio de varios países, halló por ejemplo que la protesta es espontánea "y parece no desalentarse por el conocimiento de que las elites en el pasado utilizaron la represión". Por su parte, Marwan Khawaja, examinando el caso de los territorios palestinos ocupados, encontró que formas de represión extrema pueden incrementar, de hecho, las protestas.

De acuerdo con Ronald Francisco esto indica que la relación entre protesta y coerción no es lineal: el uso de la fuerza puede suprimir la protesta en algún momento pero puede incitarla en otro. En un estudio de 1989, David Mason y Dale Krane demostraron que "una coerción mayor puede reducir la protesta temporalmente pero con probabilidad incrementará la disidencia en el largo plazo".

El fenómeno de la adaptación

Hay otra serie de estudios académicos que comprueban cómo la coerción hace que cambien las tácticas de la protesta. Al respecto, dice Ronald Francisco: "Supongamos que un grupo disidente realiza una manifestación callejera donde se les arroja gases lacrimógenos, se les garrotea y finalmente se les arresta. Este grupo tendrá pocos incentivos para regresar a las calles después de esta experiencia. Peor aún, su capacidad de movilización se erosionará conforme la sociedad se vaya enterando de la represión. ¿Debe este grupo hacer un compromiso ideológico o rendirse? Los disidentes tienen otras opciones: si las manifestaciones callejeras son peligrosas, pueden movilizarse calladamente entre los trabajadores y utilizar el arma de las huelgas. Si las huelgas vuelven a traer una coerción severa, pueden buscar refugios que tengan potencial de movilización, por ejemplo con grupos religiosos".

A este proceso se le llama "adaptación" de la protesta. Existe toda una literatura académica que demuestra cómo la coerción transforma las maneras de la protesta, pero no la protesta en sí misma. Así, el Estado a lo mejor puede resolver las manifestaciones callejeras pero, al hacerlo, podría estar incubando otras formas de protesta más dañinas incluida, por supuesto, la más extrema de todas que es la rebelión social armada.

Entonces, ¿qué hacer?

El juego entre disidentes y autoridades es complejo y dinámico. Si el Estado no hace nada con los manifestantes, pierde autoridad frente a una ciudadanía enojada porque sus derechos son pisoteados (todos aquellos capitalinos que, por ejemplo, quedan varados en el tráfico al estar las calles bloqueadas). Sin embargo, si el Estado reprime de más a los manifestantes, de acuerdo con la tesis de la adaptabilidad, podría crear las condiciones para protestas futuras más severas.

En las democracias más añejas se ha tratado de resolver este asunto con un compromiso. El Estado tolera la protesta, pero confina las manifestaciones a ciertos espacios. De esta forma se respetan los derechos de los manifestantes y de posibles terceros afectados. El problema es que en este esquema de tanta civilidad las protestas pierden su visibilidad pública. Y sin escándalo, el impacto de la protesta es limitado. Así, los manifestantes tienen el incentivo de hacer las protestas más provocadoras que puedan para atraer la atención mediática: se desnudan, bloquean las arterias principales de la ciudad, pintan los monumentos nacionales e incluso levantan campamentos en la vía pública.

Para las autoridades no es fácil resolver este problema de las manifestaciones. Si no hacen nada, pierden. Pero, si hacen de más, pueden perder más. El asunto entonces parece ser de fineza en la utilización de la coerción legítima del Estado, pero de ninguna manera de indecisión total. Porque un gobierno no puede desdeñar la rabia de los ciudadanos afectados por las manifestaciones. Esos que pierden muchas horas de su preciado tiempo secuestrados en los vehículos en que viajan. Esos que no entienden la fineza que el tema requiere y que, al borde del llanto, claman por que el gobierno utilice de una vez por todas los gases lacrimógenos.

Excelsior (Mexico)

 



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