El Pontífice clama contra las «injusticias sociales» y apela a la «cultura de la solidaridad» frente a «la cultura del egoísmo».
«Es
hermoso estar con ustedes», fueron las primeras palabras del Papa Francisco a
los vecinos de la favela de Varginha, que habían limpiado y adornada la mísera
barriada de unos 1.200 vecinos para darle una bienvenida calurosa como sólo
este Brasil exuberante e interracial sabe hacerlo.
Aun con
su experiencia de visitar habitualmente las «villas miseria» de Buenos Aires,
Francisco estaba conmovido, pues el cariño que le demostraban como Papa era un
torrente arrollador, como los que a veces le llevan casas y personas de estas
barriadas, «sin que las autoridades ni siquiera estudien el problema para
solucionarlo», según denunció en su discurso de saludo uno de los vecinos,
Rangler dos Santos Irineu, puesto que no se construyen cauces para los casos de
lluvias torrenciales.
El Papa
le agradeció a él y a su esposa, Joana, que también es catequista y voluntaria
parroquial, sus hermosas palabras de bienvenida. Rangler le había dicho que
«como a usted le gusta romper el protocolo, le vamos a llamar sencillamente
‘Padre Francisco’, como a un padre que acoge a todos, especialmente a los más
pobres». Le dijo que era un milagro lo sucedido en las últimas semanas:
asfaltado del pavimento, iluminación de las calles, recogida regular de los
contenedores de basura… En definitiva, que «!empezó a suceder lo que nunca
sucedía! Esperamos que pueda continuar».
El Papa
se dirigió en primer lugar a la pequeña iglesia de San Jerónimo Emiliani,
apóstol de los pobres, tan abundantes en este país donde más de 11 millones de
personas, el 6 por ciento de la población, vive en favelas. A la salida le
entregaron una bufanda de su club en Buenos Aires, el San Lorenzo de Almagro,
que recibió sonriente y enseñó con orgullo.
El
mayordomo, «Sandrone», le protegía de la lluvia pertinaz de estos días con un
gran paraguas blanco, pero no era tarea fácil, pues el Papa se movía de un lado
a otro para saludar a más personas. Abrazó y besó a cientos de vecinos, niños,
jóvenes y ancianos, de todos los aspectos y vestimentas, a quienes tampoco
importaba la lluvia. Después de tocarle, algunos se quedaban llorando.
Muchos
le entregaban pequeños regalos, que Francisco aceptaba complacido, y su jefe de
seguridad, Domenico Giani, se guardaba enseguida hasta que ya no le cabían más
cosas en los enormes bolsillos de la gabardina, y tomó el relevo «Sandrone».
«Me
gustaría llamar a cada puerta»
Después,
camino del campo de futbol donde Jaircinho –una leyenda de la nacional
brasileña campeona mundial en 1970- viene cada semana a entrenar a los
chiquillos, el Papa entró durante un buen rato en una pequeña casa amarilla
para saludar a una familia.
Poco
después, en su discurso, dijo que le gustaría «poder visitar todos los barrios
de esta nación», y «llamar a cada puerta» para «pedir un vaso de agua fresca,
tomar un ‘cafezinho’ y charlar como amigo de casa». Como no podía ir a todas
partes, «elegí esta comunidad, que hoy representa a todos los barrios de Brasil
¡Qué hermosos es ser recibido con amor, con generosidad, con alegría!».
El Papa
les dijo que «cuando acogemos a una persona y compartimos con ella algo de
comer, un puesto en nuestra casa o nuestro tiempo, no nos hacemos más pobres
sino que nos enriquecemos». Incluso cuando se tiene poco, dijo citando el
proverbio brasileño, «Siempre se puede añadir más agua a la fabada». Se lo
confirmaron con el enésimo aplauso.
En su
discurso pidió a los poderes públicos y a las personas de buena voluntad mayor
atención a esta gente, pues «nadie puede permanecer indiferente ante las
injusticias que aún existen en el mundo». Su mensaje fue que nuestras
sociedades no las salvará «la cultura del egoísmo» sino la «cultura de la
solidaridad».
Refiriéndose
a las gigantescas operaciones militares y policiales de limpieza de
narcotraficantes violentos en las favelas, el Papa advirtió que «ningún
esfuerzo de ‘pacificación’ será duradero si una sociedad ignora, margina y
abandona en la periferia una parte de sí misma. En cambio, cuando se es capaz
de compartir llega la verdadera riqueza: todo lo que se comparte se
multiplica».
Contra
el consumo y el egoísmo
Era un
discurso completamente contracultural en las sociedades de consumo y egoísmo
que proliferan en todos los continentes. En uno de los lados del campo de
futbol, una gigantesca fotografía de Monseñor Oscar Romero recordaba a un héroe
y mártir de la justicia. El arzobispo fue asesinado por los militares salvadoreños
de un disparo de francotirador el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba la
misa. Actualmente está en proceso de beatificación.
El Papa
invitó a los vecinos de Varginha y al mundo a promover el bien común reforzando
«los pilares fundamentales que sostienen a una nación: la vida, que es un don
de Dios; la familia, fundamentada en la convivencia y remedio contra la
desintegración social; la educación integral; la salud; y la seguridad, en la
convicción de que la violencia sólo se puede vencer partiendo del cambio del
corazón humano».
Al final
se dirigió especialmente a los jóvenes: «ustedes tienen un sensibilidad
especial ante la injusticia, pero a menudo se sienten defraudados por los casos
de corrupción, por las personas que, en lugar de buscar el bien común persiguen
su propio interés». Les invito a que «no se desanimen, no pierdan la confianza,
no dejen que se apague la esperanza. Sean los primeros en tratar de hacer el
bien, en no habituarse al mal, sino vencerlo».
Era un
mensaje para los jóvenes, pero servía para todos. Al final el regalaron una
camiseta amarilla de recuerdo de la visita, que enseñó sonriendo con orgullo. El
Papa estaba feliz. Y los vecinos todavía más.