14/12/2014 | Argentina - Un argumento demasiado frágil
Alberto Medina Mendez
Es bastante habitual que ciertas posiciones políticas intenten defenderse desde un complejo arsenal de justificaciones.
La lectura acerca de
lo que ocurre en el mundo real es invariablemente subjetiva, pero encuentra
usualmente algún soporte intelectual en el nutrido intercambio de diversas
miradas que procuran explicar cada uno de los acontecimientos.
En ese contexto y de modo recurrente, sobrevuela una estrategia argumental que
tiene un marcado sesgo utilitarista y que se apoya en los hipotéticos
resultados exitosos obtenidos. Desde allí, pretende advertir que una decisión
política es instrumentalmente más conveniente que otra.
Es una gran tentación hacerlo. Es muy inocente caer en esa infantil trampa. De
hecho hasta los más inteligentes, inexorablemente incurren en esta práctica,
buscando tomar un atajo para demostrar sus eventuales razones.
Ese sendero procura conducir hacia una especie de camino breve que demuele
cualquier comentario desde una pretendida objetividad manifiesta. A veces
parece que se tratara de la ingenua tarea de ganar una pulseada mental para
señalar que cierta idea ha sido más eficaz que otra.
En ese tipo de debates se corre el riesgo de vaciar de contenidos el valioso
flujo de ideas. Sería bueno enriquecerlo con nuevos ingredientes en vez de
buscar aplastarlo todo como metodología secuencial. El uso de datos técnicos,
de estadísticas y cifras, no deja de ser solo una perspectiva particular sobre
lo que ocurre y siempre puede alejar a la verdad.
La mayoría de los sectores políticos que gobiernan, y muchos de sus defensores
acérrimos, apelan a este tipo de razonamientos de dudosa fortaleza. Sostienen
que durante una etapa de tiempo consiguieron que un aumento del salario real,
récord de exportaciones o una masiva compra de vehículos nuevos, por solo
citar ejemplos tan reiterados como irrelevantes.
Un peligro evidente es creer que esos números, demuestran algo realmente
importante, sin visualizar que esos datos son cambiantes, que pueden revertirse
velozmente y desmentir lo antedicho con excesiva simplicidad.
Es cierto también que esos movimientos políticos, tienen un manual preparado
para su rutinaria manipulación informativa. Saben de antemano que cuando los
vientos son favorables se adjudicarán el mérito, y cuando todo muestre lo
contrario, encontrarán rápidamente un culpable, hecho a la medida, para
endilgarles la responsabilidad del cambio de rumbo.
En realidad, el análisis esencial debería basarse en una escala de valores de
orden conceptual. No se está mejor o peor porque un indicador u otro así lo
determinen, sino en la medida que esas presuntas mediciones sean compatibles
con los objetivos definidos como prioridad en un momento.
Que una persona obtenga más dinero no garantiza que sea dichoso. Pero tampoco
el hecho de que consiga más ingresos lo convierte en desdichado. Si el
parámetro fuera su felicidad, pues la evaluación no debería pasar entonces por
indicadores que no pueden explicar una correlación directa.
Con las sociedades pasa algo muy parecido. En una comunidad, inclusive, esto
constituye un fenómeno de mayor complejidad ya que supone la existencia de una
voluntad difícil de establecer, ya que los objetivos de la misma no se pueden
fijar con tanta contundencia porque se trata del deseo de la suma de muchos
individuos con características y metas disimiles.
El dilema de fondo es interesante y merece ser discutido con suficiente
profundidad. La libertad es un valor superior, lo es también la vida y por
supuesto la propiedad, por solo citar los ejemplos más elementales.
Para medir el éxito de un sistema político, es imprescindible enfocarse en esas
cuestiones y no en meras fórmulas estadísticas sin contenido y supuestos
utilitaristas prejuicios tan encarnados en la sociedad moderna.
Aunque suene algo extraño, importa muy poco que un sistema económico sea
eficiente en términos de índices si lo hace a costa de limitar libertades,
irrespetar vidas humanas o apropiarse de lo ajeno. Esto mismo podría decirse en
términos inversos, es decir en el caso de sistemas menos eficientes pero que
permiten mayores márgenes de libertad individual, respeto a la integridad humana
y al derecho de propiedad.
Estos debates pueden conducir innecesariamente hacia un callejón sin salida
porque ponen en el centro de la escena a mediciones superfluas. La comparación
con el deporte tal vez ayude, aunque a veces justamente este esquema es el que
invita al error. En la actividad competitiva, muchos suponen que lo importante
es ganar, y entonces los métodos, el estilo y hasta los ardides, no parecen ser
primordiales y pasan a segundo plano.
Sin embargo para otros es posible que lo importante sea divertirse, disfrutar,
compartir con amigos o hacerlo en armonía. En ese caso, si se gana será mucho
mejor, pero igualmente anecdótico. Lo significativo no habrá sido el resultado,
sino todo lo demás, claramente más importante.
Los números no están de más y pueden aportar un extra, un plus que agrega, y
hasta convertirse en una consecuencia natural de todo lo fundamental.
Nuevamente, como dirían los analistas deportivos, existen más oportunidades de
ganar un campeonato jugando bien que haciéndolo mal, mostrando talento que
siendo incapaz. Sin embargo, es probable que el mundo actual prefiera
inclinarse frente a la linealidad que proponen los argumentos exclusivamente
estadísticos.
El desafío es discutir las cuestiones de fondo, las trascendentes, las esenciales,
superando la mediocridad que propone el debate superficial que se apoya en la
mera conveniencia del corto plazo. Las sociedades maduras son aquellas que han
logrado darle el espacio necesario a las discusiones vitales sin caer en el
perverso juego de utilizar los números circunstanciales para demostrarlo todo.
Hay que evitar tropezar con esa dinámica que solo invita a exhibir un argumento
demasiado frágil.
Alberto Medina Mendez (Argentina)
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