En primer lugar, resalta la peculiar manera en que las élites políticas involucionan y se las arreglan para sobrevivir pese a su decadencia. En segundo, destaca el papel que algunos actores regionales han jugado y, en tercero, se pone en evidencia la poca credibilidad que tienen los organismos multilaterales pese a lo que cuestan y lo que en teoría interesa su sobrevivencia.

El 28 de junio, el mesianismo populista y el gorilato aparecieron sincréticamente en Tegucigalpa y fulminaron un proceso democrático. Todo lo cual da cuenta de que sigue vigente esta revisitada y muy característica manera de algunos sectores subdesarrollados de nuestra clase política latinoamericana de instaurarse en el poder. Hemos presenciado un proceso lamentable que se origina en lo que se ha llamado la tentación de la presidencia vitalicia que ha caracterizado también a los mandatarios Chávez, Morales, Correa y, más recientemente, a Ortega y Uribe. Ocurre que algunos de los liderazgos políticos en los países hermanos ya referidos hacen descansar en el proceso democrático su nada oculto deseo de perpetuarse en el poder. Zelaya no fue la excepción y su obsesión por la cuarta urna detonó la crisis que ha puesto a flor de piel el primitivismo de los arreglos institucionales de ese país. Confundiendo democracia con garantía de popularidad perpetua, estos liderazgos se aferran al poder y se convierten simbólica y realmente en líderes intocables. Se olvidan de este modo de la importancia que para la eficacia y la efectividad democráticas, tienen la alternancia y el juego imaginativo y dinámico que es supuesto y obligación de todo actor y gimnasta del poder público. Su legitimidad democrática se traduce en mesianismo demagógico y, en unos casos más que otros, autoritarismo simulado y populismo como salvaguarda. Paralelamente a la reforma constitucional, también disciplinan y uniforman a las fuerzas del orden, principalmente a la milicia, doman al Poder Judicial y al Legislativo (en los tres falla Zelaya) y conducen a la sociedad civil al escepticismo acrítico, a la subordinación sorda y, ahora lo vemos, al golpismo ultramontano que atestiguamos en Honduras y nos hace patente el nefasto pasado autoritario del continente, de infame memoria. Este contexto de frágiles democracias (y, en su caso, de izquierdas atrasadas) ha sido un campo que algunos han aprovechado con esmero para acentuar el desarreglo democrático y legitimar demagógicamente sus ansias de eternidad. Esto ha envenenado el proceso democrático e inundado ideológicamente el ambiente político.

Veremos qué resulta del precario intento de regreso de Zelaya a la presidencia. Por ahora, en esta opereta política resalta lo siguiente: Barack Obama ha logrado demostrar, hasta ahora con éxito, que Washington ya no es el de antes. Que no sólo ya no se encuentra detrás del golpe como ocurrió en el pasado, sino que apoya el regreso a la legalidad democrática, como demuestran las gestiones que el secretario de Estado adjunto, Thomas Shannon, logró para que se vote en el congreso la restitución zelayista. Por otro lado, a la desventurada OEA nunca se le dejó funcionar, muy a pesar de los esfuerzos de Insulza. Tuvieron que ser actores individuales, como Costa Rica, Brasil y EU, los que sacaran a flote algún tipo de solución, lo cual demuestra que tampoco estamos muy preparados que digamos para los acuerdos basados en nuestras organizaciones multilaterales. Todo esto suena lamentable, pero así es: las reminiscencias de nuestro subdesarrollo político siguen siendo un impedimento fatal para que América Latina apunte hacia el progreso y la consolidación democráticos.

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