Vivimos tiempos complejos e inciertos en los que la seguridad adquiere un carácter multidimensional. Y México debe hacer lo necesario, dentro del marco de nuestra normatividad y soberanía, para defender su seguridad nacional. Se trata de un imponderable que garantice la defensa del interés nacional. Este ejercicio tiene que contemplar las principales prioridades que en esta materia tiene nuestro país. La más importante, hoy en día, es la lucha contra el crimen organizado que ha penetrado peligrosamente los espacios social y estatal, lo que constituye un reto tanto a la seguridad pública como a la nacional. Este embate atenta críticamente contra la soberanía nacional y expone en varios frentes el futuro del desarrollo integral del país y, en consecuencia, quebranta otro aspecto de nuestra seguridad nacional: la sustentabilidad. Un doble y filoso desafío, en efecto.

Ante esta situación se precisa contar con un marco conceptual claro y una visión estratégica para diseñar una ausente agenda de riesgo en la que se identifiquen los peligros y riesgos, y se propongan los escenarios de prevención más viables; definiendo el riesgo como toda aquella amenaza que atente contra el bienestar e integridad social, cultural, económica y política de la comunidad nacional. Ciertamente, la definición de una política de seguridad nacional para México implica que se parta de la necesidad de vincular coherentemente esta definición con la articulación de la política interior y exterior. En este contexto, la seguridad nacional (no la seguridad militar) debe garantizarse encarando selectivamente todas las amenazas internas y externas. Es así que una política de seguridad nacional moderna e integral tiene que incorporar, con una perspectiva horizontal y pormenorizada, tema por tema, a la agenda de riesgo del Estado. Se trata de una dinámica que es tan necesaria como trascendental.

La Iniciativa Mérida se presenta en un momento en que el riesgo a nuestra seguridad es alto. Llevado el asunto al extremo, diríamos que el principal riesgo mexicano radica en ser el vecino más importante de EU, país que se ha visto amenazado por el terrorismo desde 2001 y en cuyo mercado interno ha germinado gradualmente la otra amenaza a la seguridad de ambos: el tráfico ilícito de drogas y armas. Ambos problemas, aunque el narcotráfico más de naturaleza endógena que el terrorismo, que aún es un riesgo potencial y no claramente latente, son componentes centrales de la inseguridad mexicana. En estas condiciones era inevitable y lógico que México pidiera el apoyo y que EU lo ofreciera. Más aún, es innegable la gravedad que antecede el arribo a este acuerdo, así como la urgencia de que se ejecute virtuosamente. Lo que preocupa de este nuevo acercamiento es que se da dentro del mismo tono climático que ha dominado la relación bilateral en los últimos seis años: la ausencia de reciprocidad de EU. Y esto no es cualquier cosa. Si Washington no asume plenamente la noción de riesgo compartido y colaboración plena, y sigue actuando como más le convenga para defender sólo sus intereses estratégicos de seguridad, México, al firmar, podría pagar un precio muy alto y desatender las prioridades relacionadas con sus intereses medulares. Tampoco acabará nunca de comprenderse cabalmente, en el marco de este nuevo compromiso con el cual habrán de lidiar gobierno y sociedad, qué era de lo que nos estábamos defendiendo.

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