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25/03/2006 | FRANCIA - ¿un país enfermo y a la deriva?

Javier Gómez

Su voz de general venido a menos, de padre al que sus hijos no escuchan, retumbó en todas las radios de Francia con un tono enérgico y a la vez derrumbado: «En las circunstancias actuales, no me retiraré [...] Las elecciones tendrán lugar [...] a menos que se piense amordazar al pueblo francés entero, impidiéndole expresarse y vivir, como se impide a los estudiantes estudiar, a los profesores, enseñar, y a los trabajadores, trabajar [...] Vive la République et vive la France».

 

No, no son palabras del primer ministro, Dominique de Villepin, en estos últimos días. Todo esto ocurrió un 30 de mayo de 1968. Con el presidente Charles de Gaulle al otro lado del micrófono. Hace tanto tiempo, y sin embargo...


Sin embargo, Francia sigue en estado levantisco. Francia sigue buscándose a sí misma. Francia sigue renegando de sus gobernantes y retándolos en la calle. ¿Una situación parecida al 68? No, justo la contraria. Aquélla fue una revuelta utópica, «naïve», fruto de 30 años de máximo desarrollo. La revuelta de estudiantes y trabajadores contra los nuevos «contratos basura» para jóvenes, que ha puesto al Gobierno actual contra las cuerdas, es consecuencia del hartazgo de una clase media sin horizontes.


La fecha del discurso de Charles de Gaulle es crucial. Con su dimisión, un año después, empezaría el declive, acentuado en los 70, de los años gloriosos de la posguerra, de aquella fábrica nacional de empleo, bienestar y optimismo. El paro se disparó. Comenzaron los problemas de integración de los millones de inmigrantes que habían levantado el país con sus manos. Llegó el modernismo rechazado de Giscard D’Estaing. Las promesas incumplidas de François Mitterrand. Y luego, en 1995, Chirac. El todavía presidente Jacques Chirac. Que lleva once años sentado en el sillón del Elíseo viendo cómo el país, cada vez más «desbrujulado» («deboussolé», término inexistente en español, pero simbólicamente reflejado en el diccionario galo), se aboca al precipicio.


El último capítulo. Francia lleva una década a dieta de buenas noticias. El presidente convenció en 1995 a los votantes con este eslogan: «Luchar contra la fractura social». La grieta, sin embargo, no ha dejado de abrirse. El útimo capítulo de esta caída libre es la crisis de los contratos para jóvenes. En otro país podría haber sido una protesta puntual. Francia lo ha convertido en un psicodrama. Un 71 por ciento de los ciudadanos está convencido de que se trata de «una crisis social profunda, que puede crecer en el futuro». Un salmo de fondo que resume el periodista Alain Duhamel: «Los franceses detestan la evolución de su sociedad».


La orilla conservadora se ofusca contra la «Francia ingobernable». Otras voces creen que el Gobierno ha hecho estandarte de una reforma menor e inadecuada para resolver los problemas del empleo. La patronal le ha recordado al Gobierno que no se trata de cargar la responsabilidad sobre los jóvenes, sino de flexibilizar todo el mercado laboral. «Se trata de una reforma mal concebida, mal explicada e impuesta a porrazos», profundiza el economista liberal Eric Le Boucher, «porque Francia necesita flexibilidad, pero no a costa de la categoría que más sufre. Los excluidos del sistema, parados y estudiantes, desfilan ahora junto a los sindicatos y funcionarios, que son quienes bloquean cualquier evolución. ¡Bravo, Villepin!». «Villepin se ha creído que dialogar es ir a hablar durante 15 minutos a la televisión. La televisión no sirve para gestionar crisis, hay que sentarse a negociar», critica Thierry Saussez, especialista en comunicación. Quien dice televisión, dice la radio del general De Gaulle.


Los hay incluso esperanzados, como el profesor de Economía Jacques Marseille: «Desde la Edad Media, la historia demuestra que Francia siempre ha necesitado de crisis para saltar hacia delante».


Lo que nadie niega es que este último achaque de Francia es sólo el enésimo síntoma de una enfermedad enquistada. Casi incurable. «Estas crisis sociales son a la vez políticas. El CPE está relacionado con el 'no' a la Constitución Europea. La gente tiene miedo de que todo, tradiciones, garantías sociales, identidad, quede formateado según criterios económicos», admitía un cercano colaborador de Chirac. Este desencanto perpetuo ha hecho de la crisis sobre los nuevos contratos una protesta simbólica. No de la izquierda contra la derecha. Ni de los jóvenes contra el Gobierno. Sino de la sociedad entera, frustrada, contra sus dirigentes, ante la imposibilidad de mantener vivo un sistema en el que el colchón-Estado era lo suficientemente mullido y grande para todos.


La crispación hace imposible el diálogo y ha metido a Gobierno y sindicatos en una espiral irracional que ahoga el consenso. Una constante en la última década, donde cada partido político se ha jugado a vida o muerte. Ganasen unos u otros, quien perdió siempre fue Francia. «Nuestra tradición es así. En cuanto se habla de reformas sociales, los sindicatos bloquean la negociación de forma sistemática. Es urgente que cambiemos de método», justificaban dichas fuentes del Elíseo. Los más pesimistas evocan una «Francia prerrevolucionaria», como denunció el intelectual Nicolas Baverez en las páginas del diario La Razón (España).


Fue el filósofo Marcel Gauchet quien inventó el término de «fractura social» para definir la situación francesa. Luego se lo apropió Chirac. Once años después de su llegada al Elíseo, parece que las fisuras se hayan multiplicado progresivamente en cada sector de la población: inmigrantes, jóvenes, votantes, clases medias empobrecidas, parados... Grietas que han derruido los pilares, antaño bien firmes, de la sociedad francesa. Que ahora amenaza derrumbe.

La Razón (España)

 


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