París. Miércoles 22 de marzo. 09.50 de la mañana. Calle Viollet le Duc, distrito nueve de París, zona bien de la capital, frente al despunte de la colina de Montmartre. A la espalda de un supermercado «Champion», catorce personas hacen aspavientos, hablan en voz alta y se afanan en llenar frenéticamente sus mochilas. Son 11 mujeres y tres hombres, abalanzados sobre varios contenedores, peleándose por pescar, en un mar de plástico, tetrabriks rotos con los que raspar un par de vasos, yogures caducados o tomates aplastados pero aún rojos. La estampa casa con cualquier capital del mundo. Salvo por un detalle, desconcertante, en los buscadores de fortuna envasada: su aspecto. ¿Mendigos?, ¿inmigrantes sin papeles?, ¿desharrapados? No; lo que tiende a apellidarse como «gente modesta». Franceses, en su mayoría. Marjorie, 50 años, moño rubio y chamarra negra, está, como su marido, en paro. En casa de la espigada Hélène, sin embargo, entra un sueldo, el suyo como limpiadora. François, gesto huraño y corbata raída, subsiste con el RMI, ingreso mínimo de inserción, 433 euros. Estas catorce personas son, simplemente, pobres.
   

La pobreza no es una realidad nueva en Francia. Ni hace falta remontarse al Jean Valjean huguiano de «Los Miserables» para descubrir las adversidades de la clase obrera. Pero hasta hace poco, una familia gala podía campar con las ayudas estatales y la oferta de vivienda social. Ahora sufre para llenar el plato incluso quien cuenta un estipendio mensual. Con la escasa minuta del RMI subsisten 1.250.000 personas en Francia, el 15 por ciento más que en 2003, sin contar dos millones y medio de parados.
   

El sueño de ser funcionario. La primera consecuencia, la más visible, de esta profunda crisis, que se acelera desde hace 30 años, es la pérdida de confianza en el «espíritu del capitalismo», empleando la expresión de Max Weber, tanto en su vertiente de afán de lucro como en la ética de la superación personal. «Siete de cada diez jóvenes quieren ser funcionarios, otros dos simples empleados y quizás uno, con suerte, empresario. Lo grave es que los siete primeros no se sienten atraídos por el servicio público, sino por un trabajo seguro y fácil. Esto explica la movilización contra el nuevo contrato joven», se quejaba un cargo ministerial en conversación con este diario.
   

Una encuesta realizada en 20 países por la universidad de Maryland (Estados Unidos), publicada en el diario «Le Figaro», demuestra la gravedad de esta «crisis de fe» en el capitalismo, única en el mundo. De los 20 países más importantes, sólo en Francia la mayoría no cree que la economía de mercado sea el mejor sistema para el futuro. Apenas el 36 por ciento de los irreductibles galos (por un 63 por ciento en España o un 71 por ciento en Estados Unidos) confía en las bondades del capitalismo. Lo cual deja a un 64 por ciento en un movedizo terreno antisistema. Los franceses culpan al mercado de hurtarles el grado de bienestar y la plaza de excepción que alcanzaron con esa misma receta en la posguerra.
   

El rechazo del capitalismo como modelo económico empieza a derivar hacia una segunda crisis, más grave todavía: el repudio de la democracia como forma de organización política. Esto explica el 20 por ciento de los votos en poder de la extrema derecha, que los ¡tres! partidos trotskistas existentes sumen otro 10 por ciento, sin contar el cuatro por ciento de los comunistas, y que la abstención tocase techo en 2002 (28,2 por ciento). Este «amotinamiento permanente de la sociedad», según lo define el sociólogo Erwan Lecoeur, supone «un uso estratégico de la papeleta electoral para quebrantar el sistema. Más que un voto de protesta, un voto armado». Lecoeur, director del Observatorio Nacional de Debates, estima que «cada vez más ciudadanos se transfieren brutalmente a babor y estribor del navío social para, escrutinio tras escrutinio, lanzar al mar a sus capitanes».
   

Pánico a las reformas. Todos los seísmos vividos por Francia durante los últimos años se explican desde esta doble vertiente: la oposición al capitalismo (razón de la oposición al contrato joven y a otras reformas, o a la Constitución Europea, tildada de demasiado liberal) y el rechazo del sistema democrático (las violentas revueltas de los suburbios en 2005 y la elección, en 2002, de la extrema derecha como segunda fuerza política). El ministro de Exteriores, Philippe Douste-Blazy, justificaba así a LA RAZÓN el obstinamiento del Gobierno con el CPE: «Cuando el pueblo advierte que quien está en el poder carece de convicciones, los extremos políticos crecen. Y en Francia, por desgracia, han crecido más que en ningún otro sitio».
   

Este hartazgo y la consecuente tentación antisistema son el mejor abono para el populismo. Por ello, el ultraderechista Jean Marie Le Pen observa, encantado y en silencio, las asonadas de las últimas semanas. Y espera que lleguen las elecciones presidenciales para abrir las sacas y recoger los réditos de la fractura, cada vez más grande, entre el poder político y la ciudadanía. ¿Un nuevo 2002 en 2007?