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14/04/2012 | Los límites de la democracia y las mayorías

Agustín Laje Arrigoni

Democracia se ha convertido en una de esas palabras-ídolo que prácticamente todas las corrientes ideológicas y todos los sectores políticos reclaman como propia. ¿Quién que esté en búsqueda de un poco de poder político osaría hoy en definirse a sí mismo como enemigo del ideal democrático? ¡Hasta los castristas alegan que en la dictadura cubana impera una “democracia” (aún cuando ya han pasado más de cincuenta años desde las últimas elecciones) mientras que la URSS en el siglo pasado definía su sangriento totalitarismo igualitarista como “democracia popular”!

 

La democracia es el sistema político que, en resumidas cuentas, otorga al individuo libertad política permitiéndole elegir a sus representantes o ser elegido por sus pares como tal, y al mismo tiempo, lo habilita para acabar pacífica y sanamente con una gestión de gobierno que considere perjudicial.

La percepción generalizada de que la democracia es el sistema político de gobierno más justo sobre esta Tierra ha provocado que tiranuelos de toda calaña y variopintos enfermos de poder encuentren en aquella un vocablo atractivo no por su contenido específico, sino por sus implicancias emocionales en el pueblo. El manoseo conceptual ha sido, en efecto, una constante por parte de aquellos que nada tienen que ver con la democracia pero que intentan de cualquier manera acomodar los significados a su propia conveniencia.

Así las cosas, el ideal democrático se ha ido destiñendo en tal magnitud como consecuencia de todo esto, que en la actualidad la inmensa mayoría entiende la democracia en un sentido estrictamente procedimental: ésta comienza y termina en aquella boleta que introducimos en una urna para expresar nuestra preferencia política; la mayor cantidad de papelitos consagrará a un ganador que automáticamente estará habilitado por la mayoría para hacer lo que se le venga en gana. La utilización desmedida del ya clásico argumento “somos el 54%” que emplean los kirchneristas frente a todo −literalmente todo−, es un claro ejemplo de esta forma reduccionista de entender lo democrático.

Pero la visión según la cual la democracia es una suerte de sinónimo de la “regla de la mayoría”, además de pecar de simplista, supone una contradicción insalvable: si el cumplimiento de la regla de la mayoría fuese el único requisito de una democracia, entonces la mayoría podría, por caso, prescribir legítima y “democráticamente” la muerte de la minoría, lo que redundaría en la destrucción de la propia regla en cuestión. Sin minoría, el concepto de mayoría no tiene sentido, pues se es mayoría en tanto exista, por más reducida que sea, una minoría; y sin mayoría, según el propio criterio mayoritario, no hay democracia.

De esto último se desprende que la democracia, para sobrevivir a su propia lógica interna, precisa de límites vinculados al respeto de las minorías por un lado, y garantías de libertad por el otro. En efecto, sólo en democracia se puede garantizar libertades políticas, toda vez que ella se erige como el único sistema donde la voluntad individual de las personas puede expresarse sin coerción; y sólo bajo un sistema que respete las libertades del individuo puede haber democracia, toda vez que donde no existe tal respeto, la coerción anula la posibilidad de cualquier comportamiento democrático y se abren las puertas al poder desmedido de los gobernantes.

Cuando Aristóteles entendió que la democracia podía ser corrompida y devenir en “demagogia” si los gobernantes gestionaban en beneficio exclusivo de sí mismos y de quienes los habían elegido, estaba señalando de manera tácita lo que acabamos de exponer: que en una democracia existen inexorablemente minorías pues un gobierno de voluntad unánime es imposible, y que tales minorías han de ser respetadas para que la democracia no se pervierta.

Si el respeto por las minorías y las libertades individuales son el primer límite que aparece frente a las mayorías en una democracia, el segundo límite será la idea de “verdad”.

Un curioso proceso de pereza mental muy común en la actualidad, induce a asociar aquello que dice u opina la mayoría con aquello que es “verdad”. La ecuación resulta bastante clara: cuantos más sean los que sostengan determinada proposición, más cierta ésta se vuelve. La falacia de tal relación se evidencia en los grandes descubrimientos del hombre, que siempre fueron en contra de las opiniones mayoritarias.

Que la Tierra era el centro del universo y que el sol, la luna y los planetas giraban alrededor de ella, era una opinión que sostenía la mayoría por citar un ejemplo. Tuvieron que llegar minorías para refutar el error mayoritario, como lo fue Copérnico, Galileo, Kepler y Newton, que además de demostrar que la Tierra gira alrededor del sol y que no es el centro del universo, demostraron también, sin quererlo, que el número no es sinónimo de razón o verdad.

En virtud de lo analizado, cabe plantearnos lo siguiente: el kirchnerismo, con su sistemático desprecio a las minorías, su constante atropello a las libertades individuales y su pretensión evidente de ser dueño indiscutido la verdad absoluta: ¿es un proyecto verdaderamente democrático?

Saque las conclusiones el lector.

(*) Es autor del libro “Los mitos setentistas”.
Email del autor: agustin_laje@hotmail.com

La Prensa Popular (Argentina)

 



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