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22/09/2010 | La misteriosa fascinación de Washington con La Habana

Nicolás Pérez



Siempre he estado atrapado por el encanto de la literatura. Quizás porque mi madre, con la que me sentía muy unido, sin haber publicado jamás un libro, era una poetisa de raza. Y no eran sus sintaxis, ni metáforas, ni el ritmo interno de sus versos, sino la honestidad y la pasión que ponía en todo lo que escribía.

 

Cuando comencé a tener lectores, al principio los enfrenté con miedo. Eran como enemigos que debía vencer, o mejor aún, convencer. Para ellos trataba de buscar el adjetivo preciso porque temía el rechazo, o peor aún, la incomprensión. Más tarde supe que si decía las cosas con sencillez y que me nacieran del alma siempre llegaría mi mensaje, cualquiera que este fuese, que es el principal objetivo del escribidor.

Un día, comenzó a nacer en mí un afecto profundo hacia mis lectores que terminó convirtiéndose en amor. No siento rubor alguno en admitir que amo a los buenos y malos seres humanos que me leen. Y no es extraño, porque se ama cuando hacemos contacto con todo aquello que uno toca con las manos, la imaginación o las palabras.

Con algunos lectores he establecido una comunicación frecuente. A otros los siento en la distancia. Todos me han enseñado diferentes cosas y son una brújula que bajo un cielo sin estrellas señalan el rumbo de mi periodismo en el estilo, en los temas sobre los que guardo silencio o en las polémicas que intento desatar buscando la luz.

En todos estos años he aprendido que el mejor artículo aún no ha sido escrito y que los más brillantes no son exactamente los que provocan más reacciones. En Miami, por muy serio que sea el tema que enfoques, por bien que escribas y por muchas verdades que digas, si se trata de la realidad paraguaya, peruana o chilena, a nadie le interesa. Esta ciudad, emocionalmente hablando, es prisionera de los temas cubanos, el resto de nuestro planeta le importa tres pepinos y eso da un índice de dos cosas, la superficialidad que nos limita a entender un mundo que tenemos a un palmo de nuestras narices y el inmenso amor que sentimos por la tierra que nos vio nacer.

Tengo lectores de todas las ideologías, derecha, centro, izquierda, y hasta comunistas que leen diariamente El Nuevo Herald. Y los conozco al dedillo. Los de centro por regla general me entienden. La derecha y los comunistas no tanto, y como todos sabemos que los extremos se tocan, diestros y siniestros, cogen el rábano que siembro por las hojas, la parte por el todo, tergiversan mis palabras y las reacomodan a sus intereses y necesidades. Sin embargo, las críticas de ambos grupos se diferencian diáfanamente. A la derecha exiliada la saco de sus casillas pero me respeta. Los comunistas, sin embargo, me insultan despiadadamente sobre todo cuando coloco, eso no falla, banderillas en el lomo de Fidel Castro. El es para los comunistas cubanos como el Corán para los musulmanes: sagrado, infalible, intocable.

Un sector bastante amplio de quienes me leen, sin ser mayoritario, prefieren el brete a la seriedad. No prestan atención cuando hablo del perro que mordió al hombre, pero lo hacen si enfoco el tema del hombre que mordió al perro, y mientras más grande y sanguinaria haya sido la mordida del hombre, y más ladridos de dolor haya dado el infeliz animalito, más complacidos quedan algunos lectores con el artículo.

Si en El Nuevo Herald escribo pidiendo la reconciliación nacional entre cubanos, o el fin de un ineficaz e hipócrita embargo que le da al castrismo una excusa para justificar su fracaso, ciertos sectores del exilio desean cortarme la cabeza de cuajo.

Pero si toco un tema que por ser peligroso no deja de ser cierto, hay que regresar a Cuba, los patriotas de la Calle Ocho balbucean incoherencias, miran hacia al suelo, menean la cabeza desconcertados y no opinan. Me refiero a que se inicia el final del castrismo, y en Miami debíamos pensar dada la nueva realidad de la isla cómo regresar a esas palmas que nos esperan cuando Cuba nos necesite.

laro, vivimos en Estados Unidos, un gran país que nos ha recibido con los brazos abiertos, no estamos aquí para violar sus leyes sino para obedecerlas. Pero ni el FBI ni la CIA nos puede prohibir o impedir lo que hagamos o no hagamos desde terceros países. El pacto Kennedy-Kruschev nosotros no lo aprobamos, no lo firmamos, ni fuimos consultados para que nadie lo firmara.

Estamos no frente a suposiciones ni deseos, sino a realidades. Un Fidel Castro que con sus descabelladas declaraciones está perdiendo el juicio a pasos agigantados, creó una revolución que él mismo está destruyendo, porque aun cuando sus índices de locura sean intolerables no habrá nadie en el búnker que tenga el valor para pedirle su renuncia, lo contradiga o pretenda silenciarlo. El primero que lo intente será para darle un golpe de Estado. Por lo que debemos estar preparados para examinarnos de la última asignatura pendiente, darle punto final a lo que iniciamos hace medio siglo, para cuando rompa el corojo, estar junto a nuestro pueblo en las calles de Cuba, séase en muletas o en sillas de ruedas. ¿Cómo vamos a llegar allí? No va a ser fácil, pero no hay otra.

Nicop32000@yahoo.com

Miami Herald (Estados Unidos)

 


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