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26/11/2006 | Daniel Ortega: una incógnita con tendencia a la dictadura

Nicolás Pérez

Muchos se sorprenden y no entienden lo que hoy ocurre en Nicaragua: la alianza tortuosa entre Arnoldo Alemán y el sandinismo, cambios de bandera bruscos de diferentes dirigentes políticos, la distracción de un pueblo, y finalmente, la victoria de Daniel Ortega en las elecciones en días pasados.

 

Y es que nadie echa un vistazo a las lluvias que trajeron estos lodos. La historia de Nicaragua en el siglo XX ha sido una guerra civil perpetua y una sola intervención norteamericana, salpicada de cortos períodos de independencia y soberanía mediatizadas.

Nicaragua celebra su independencia de España el 30 de agosto de 1838. Los 15 años siguientes están marcados por invasiones armadas en territorio nicaragüense por los ejércitos de El Salvador y Honduras. Es en esta época donde se asientan las bases de un país que vive sumido en un conflicto entre los conservadores granadinos y los liberales de León, hasta que Managua es declarada capital en 1857.

Mientras tanto, en medio de marchas y contramarchas de pintorescas revueltas, motines, golpes militares e insurrecciones, deja una huella profunda en la historia del país el aventurero William Walker, que se había hecho famoso por sus correrías en México. Walker había desembarcado en el territorio nicaragüense y se había proclamado presidente en 1855. Sus peripecias fueron de corta duración. El 14 de septiembre fue derrotado cerca de la capital y finalmente ejecutado.

Llegan los llamados 30 años conservadores que normalizan ligeramente la nación. Pero la alegría dura poco en casa del pobre. Entra a escena el liberal dictador ilustrado Santos Zelaya a través de un golpe de Estado, y su gobierno instituye la enseñanza laica, confisca los bienes de la Iglesia y devuelve a territorio nicaragüense La Costa de los Misquitos.

Después de Santos Zelaya llega la primera invasión norteamericana apoyando a los generales Estrada y Chamorro contra el dictador ilustrado que no le gustaba ni a la Iglesia ni a Washington. Y de ahí en adelante, el diluvio. Otro desembarco de marines en Bluefields en 1910 para sostener el régimen de Adolfo Díaz. Nueva intervención en 1912 por la sublevación del general Benjamín Zeledón hasta 1925, y en 1926 una intervención que se extiende casi ininterrumpidamente hasta 1933.

Mientras duran las ocupaciones norteamericanas, Augusto César Sandino, un mestizo hijo ilegítimo de un terrateniente, que había trabajado en la United Fruit Company y las petroleras mexicanas en Tampico y Cerro Azul, se rebela contra el poder establecido, y logra victoria tras victoria en Las Segovias. Juan Francisco Sacasa, tras triunfar en las elecciones de 1932, llega a un acuerdo de paz con el líder guerrillero, e inmediatamente las tropas norteamericanas abandonan Nicaragua.

Washington se va pero se queda. Deja al mando en la jefatura de la Guardia Nacional a Anastasio Somoza García, el latinoamericano más fiel y simpatizante de Washington de su tiempo. Ahí comienza la dictadura de la familia Somoza, sucediéndose en el poder el fundador de la dinastía y sus dos hijos, Luis y Anastasio, casi ininterrumpidamente durante 44 años.

Un corto tiempo después de haber logrado Nicaragua culminar su soberanía frente a las ingerencias de Washington, el 21 de septiembre, después de múltiples recados y una correspondencia profusa entre ambos, sin haber terminado de retirarse totalmente del país los marines, Sandino decide visitar al presidente Juan Bautista Sacasa, y a su regreso de la Casa Presidencial, frente al cuartel del Campo Marte, es detenido por una patrulla de la Guardia Nacional.

Lo llevan al barrio de Larreinaga, un lugar oscuro y desolado, y Sandino le pregunta a sus captores: ''¿Es que de verdad me quieren matar?'', Y un capitán le responde: ``Esa es la orden superior que tengo''.

Y claro está, esas órdenes se cumplen. Habían sido dadas con meticulosidad y esmero por Anastasio Somoza García, quien públicamente, tiempo después, se responsabiliza con este crimen.

Sobre esta dinastía y su última figura, Tachito Somoza, en un artículo periodístico es impensable poder hacer el más mínimo dictado sobre su legado, pero después de rebuscar aquí y allá, uno de los documentos que lo retratan de cuerpo entero y a todo color es su carta de renuncia a la presidencia del país.

``Honorable Consejo Nacional.

Pueblo de Nicaragua.

Consultados los gobiernos que verdaderamente tienen interés de pacificar el país, he decidido acatar la disposición de la Organización de Estados Americanos y por este medio renuncio a la presidencia a la cual fui electo popularmente. Mi renuncia es irrevocable.

He luchado contra el comunismo, y creo que cuando salgan las verdades me darán la razón en la historia.

A. Somoza.

Presidente de la República''.

Hay otra cara de la moneda a esta carta, y son dos de sus expresiones dadas al vuelo, al desgaire, sin meditar. En una ocasión un periodista le pregunta acerca de la posesión de muchas fincas, y él le responde con sorna pero con firmeza: ''Que yo sepa tengo una sola finca, Nicaragua''. En otra oportunidad sentencia: ``Para mis amigos, los honores, a los indiferentes los palos, y a mis enemigos las balas''.

En mi primer exilio en Estados Unidos a finales de 1960, con lo primero que tropecé en un viaje a Washington, fue con la colonia nicara

güense. Mediante recomendaciones familiares, fui a vivir a casa de un excelente ser humano y personaje pintoresco, Blanca Somoza, prima de Anastasio, el dictador nicaragüense.

Fiel a su condición humana, Blanca era una severa crítica de la dictadura de su pariente. Estaba casada con John Kelly, un corpulento y taciturno comandante del ejército norteamericano. Aún recuerdo el nombre de la calle donde vivíamos al final de la terminal de tranvías: Longfellow Street.

Allí conocí lo que más valía y brillaba de la sociedad nicaragüense de aquellos tiempos en la capital norteamericana. Al presidente en funciones del Banco Interamericano y aspirante a la presidencia de la república de su país. A un sacerdote jesuita que era el rector de la Universidad Centroamericana. Un guerrillero que se llamaba Camilo y era novio de una cubana preciosa, más o menos de mi edad, cuyo padre había sido el último embajador de Cuba en Washington durante el gobierno de Fulgencio Batista. Por último, a Pedro Joaquín Chamorro, que vivía a pocas cuadras de Blanca Somoza-Kelly, y eran muy amigos.

Blanca me presentó a Chamorro como si me estuviera obsequiando una joya inapreciable. Lo recuerdo como un hombre alto y pálido, muy distinguido, que me hacía muchas preguntas agudas sobre la realidad cubana pero siempre conservaba cierta timidez distante.

Su desaparición, como en las tragedias griegas, marcó la repetitiva e infausta historia, típica de América Latina, en la cual, el último capítulo de las denuncias por corrupción a un dictador sin escrúpulos por parte de un hombre honesto, finaliza con el agotamiento de la paciencia del primero y el derramamiento de la sangre del segundo.

Estaba escrito. El 10 de enero de 1978, Chamorro se levanta temprano y dirige a su periódico La Prensa en su Saab de 2 puertas recién estrenado, no sin antes darle un beso a su nieta Valentina. Despreocupado, como hombre que no debe ni teme, deja su hogar ignorando que iba a enfrentarse a un asesinato frío y profesional.

A mitad de camino, un Toyota verde lo choca y luego otro vehículo lo intercepta en una esquina de la calle Trébol. Los sicarios salen del vehículo y con una escopeta calibre 30, a las 8 y 20 de la mañana, lo cosen a perdigonazos. Tenían que asegurarlo. Su verdad era demasiado luminosa, no podía escapar con vida.

Como ha ocurrido en varias ocasiones a lo largo de la historia, Anastasio Somoza de inmediato se horroriza con su propio crimen. Confiesa en sus Memorias que exclamó por entonces en voz alta: ``¡Dios mío, vamos a tener otro bogotazo en Managua!''.

El mismo espanto del rey Enrique II de Inglaterra cuando le informan que cuatro de sus nobles habían ejecutado al futuro Santo Tomás Becket. Dos historias con idénticos principios y finales. Enrique II es excomulgado por el Papa Alejandro III, y Washington le retira la ayuda al dictador nicaragüense, tras los conmovedores editoriales de Pablo Antonio Cuadra en La Prensa, en los cuales gritaba al mundo el asesinato de su amigo: ''Su sangre salpica a toda Nicaragua'', ``Todos seremos él''.

Irónicamente, la muerte del valiente periodista catapulta a Daniel Ortega y Saavedra a las galaxias. En 1963, Ortega abandona su carrera de Derecho en la Universidad Centroamericana de Nicaragua para enrolarse en el Frente Sandinista de Liberación Nacional. Y ahí comienza a descollar porque, sin la intelectualidad de Sergio Ramírez, ni la vena poética de Ernesto Cardenal, ni la religiosidad de Manuel D'Escoto, ni la falta de escrúpulos de Tomás Borge, tiene tres cualidades notables.

La primera es la flexibilidad que comienza a mostrar temprano en su vertiginosa carrera política. Cuando Somoza es expulsado por la guerrilla, en julio de 1979, dejando tras de sí el saldo nada despreciable de miles de muertos, Ortega desempeña el cargo de coordinador del Gobierno de Reconstrucción Nacional, y al propio tiempo, es miembro del grupo tercerista del FSLN, la facción más moderada del sandinismo.

Justo es reconocer que, en 1984, inicia conversaciones con sus enemigos y accede a firmar un tratado de paz regional, redactado por el denominado Grupo de Contadora que integraron Colombia, México, Panamá y Venezuela.

Una segunda cualidad de Ortega es su voluntad de poder. Aunque su bien administrada cara de distraído y su falta de carisma han hecho que su propio pueblo lo haya bautizado como ''uno de los siete enanos de la Dirección Sandinista'', esta apreciación puede resultar engañosa.

Es quizás uno de los pocos candidatos a la presidencia de un país de América Latina que después de obtener tres reveses consecutivos, con obstinación admirable, ha ido en busca de una cuarta derrota. Su terquedad tuvo el alto costo de que se rompiese en varios pedazos el proyecto sandinista, pero esto no tuvo la menor importancia porque él cumplió con su principal objetivo: hoy es presidente de su país.

Y lo es, gracias a que sin una gota de visión es visionario, con una humanidad que a veces debe molestarle es mesiánico y, sin capacidad de liderazgo, es un líder. Concluyendo, sin tener absolutamente nada, Ortega tiene definitivamente algo.

Su tercera característica es la virtud no de obtener triunfos, sino de saber recuperarse de las derrotas. Lo que acaba de suceder en Nicaragua, ¿es la demostración de que ese pueblo carece por completo de memoria o acaso se trata de las ocultas gracias políticas del mago Daniel Ortega?

Ortega ha hecho cosas horribles. Gobernó primero colegiadamente y luego solo de 1979 a 1990. Dejó detrás un desastre económico. Intentó copiar a Cuba con los Comités de Defensa de la Revolución, la Seguridad del Estado y medidas revolucionarias. Organizó La Piñata, que enriqueció a muchos de sus partidarios. Pactó con Arnoldo Alemán, el político más corrupto de la historia del país. Fue denunciado ante el Ministerio Público por la matanza documentada de varios indios miskitos y el desplazamiento forzado de miles de otros durante los años 1981 y 1982.

¿Con toda esta artillería en su contra cómo pudo ganar una elección?

Muy sencillo, Nicaragua es un país rodeado de pactos por todas partes. La campaña de Ortega estuvo dominada por un lenguaje pletórico de paz y perdón. Cuando lo calificaban de discípulo del diablo, él simplemente creaba el exorcismo a su imagen con palabras purificadoras que confundieron a los más listos.

Se declaró un hombre nuevo, católico devoto y se opuso al aborto, lo que le valió las simpatías del cardenal Miguel Obando y Bravo, que hace pocos días y con un mal gusto atroz celebró a bombo y platillo el cumpleaños de Ortega. Tiempo antes, Ortega lo había propuesto con el calificativo de Príncipe de la Reconciliación para Premio Nobel de la Paz.

Para ganar terreno en las elecciones, Ortega comenzó por quitarle al himno sandinista la línea ''el yanqui enemigo de la humanidad'' y después reemplazó el himno con otros temas musicales. La bandera rojinegra la cambió por el color rosado. Y se declaró dispuesto a negociar con el Fondo Monetario Internacional, al cual en el pasado había acusado de ayudar a fomentar un ``capitalismo salvaje''.

Cuando le preguntaban por qué después de tantas bofetadas que le había dado el voto popular proseguía en la carrera presidencial se justificaba: ``Respondo a un proyecto, a una revolución, a un proceso''.

Y se negó durante toda la campaña a declararse marxista-leninista.

''Soy sandinista'', decía con voz quebrada por la emoción. ``Y mi filosofía revolucionaria se origina en el cristianismo. Cristo fue mi primera inspiración''.

Lo denunciaron las almas del su propio grupo revolucionario. Ernesto Cardenal,

ex ministro de Cultura del período de gobierno sandinista, lo fustigaba:

``En la plataforma de gobierno de Daniel hay contras y somocistas y guardias de la EBBI [Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería, cuyos miembros ganaron fama por su brutalidad durante la represión somocista]''.

Pero toda crítica resultó inútil. Ortega siguió adelante en unas compras de conciencias inauditas. Los ex miembros de la contra se sumaron a su campaña. María Elena Rizo Castellón, hermana de José Rizo, opositor a Ortega, candidato por el Partido Liberal Constitucionalista a la presidencia de la República en las pasadas elecciones, también lo apoyó.

Como culminación de sus actos de sortilegio, nombró al ex líder rebelde Jaime Morales, un conservador de horca y cuchillo, como su candidato vicepresidencial. Ortega vive actualmente en la casa de su vicepresidente, confiscada tras la revolución sandinista.

Por último, a favor de Ortega operó el apoyo irrestricto y grosero del embajador de Washington en Managua, Paul Trivelli, a favor de Eduardo Montealegre, en un continente que está harto de las intervenciones de potencias extranjeras en sus asuntos internos.

Y ahora, ¿qué sucederá?

Por una parte, están los compromisos del líder sandinista con la ultraizquierda de Fidel Castro y Hugo Chávez, que son muy fuertes. Por la otra, existe un acuerdo de gobernabilidad que el propio Ortega propuso impulsar cuando asuma el gobierno en enero del 2007.

También tiene peso que el presidente del Consejo Superior de la Empresa Privada (COSEP), Edwin Kruger, haya dicho: ``Ortega se perfila como una izquierda democrática que tiene una conciencia clara por sectores vulnerables, la pobreza, pero respetando la capacidad y las leyes del mercado''.

Está visto que, como el cangrejo, Ortega es un consumado experto en marchar hacia delante y hacia atrás. No es un dogmático, sino un táctico. Capaz de manejar la moderación y el pragmatismo cuando le conviene, y disfrazarse lo mismo de católico militante que de partidario del Tratado de Libre Comercio.

Y muchos opinan que esta maleabilidad no es una mala noticia hoy para el pueblo de Nicaragua, y que es capaz de hacer cualquier cosa, hasta cumplir con sus promesas de campaña y hacer un buen gobierno. En mi opinión, lo dudo.

Miami Herald (Estados Unidos)

 


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