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06/09/2005 | Las lecciones que deja el huracán

Andrés Mejía-Vergnaud

"Necesariamente estas tragedias dan lugar a reflexiones. Se dice que nos obligará a pensar sobre el calentamiento global. Tal vez. Este autor, sin embargo, carece de la preparación científica necesaria para evaluar dicha afirmación. La reflexión que deseo compartir es sobre la esencia, sobre el corazón y el alma, de esa nación que hoy sufre por el embate de la naturaleza".

 

Al calmarse los aires, ha quedado claro que el azote propinado por el huracán Katrina a la costa del Golfo de México será, sin duda alguna, una de las peores catástrofes naturales en la historia de los Estados Unidos. Una catástrofe que no puede ser percibida con la mera medición de las dimensiones del viento y el aumento del nivel de las aguas. Es una terrible calamidad humana, social e incluso histórica. Resulta, a la vez, entristecedor y aterrador ver lo que ocurrió en New Orleans, esa hermosa ciudad, cargada de historia, bella arquitectura y apasionantes tradiciones culturales. Por sus calles, por las pocas que quedaron transitables, vagan miles de personas desposeídas; muchos de ellos ignoran la suerte de sus seres queridos. Otros, como es inevitable tras estos eventos, se han entregado a la furia del saqueo y la violencia. Escenas igualmente entristecedoras se ven por todo el estado de Louisiana, y también en su vecino Mississippi.

Por esta razón, este mensaje asume en esta fecha un tono tal vez personal y emotivo en exceso. La tragedia ha tocado profundamente mis sentimientos, y deseo aprovechar este medio para compartir con los lectores una meditación muy íntima.

Necesariamente estas tragedias dan lugar a reflexiones. Se dice que nos obligará a pensar sobre el calentamiento global. Tal vez. Este autor, sin embargo, carece de la preparación científica necesaria para evaluar dicha afirmación. La reflexión que deseo compartir es sobre la esencia, sobre el corazón y el alma, de esa nación que hoy sufre por el embate de la naturaleza.

En todo el mundo, incluido el propio Estados Unidos, la diversión principal de quienes se consideran intelectuales es el odio y la diatriba contra ese país. Ninguna oportunidad se deja pasar para arremeter contra Estados Unidos. Incluso en medio de esta tragedia, algunas voces macabras e inhumanas han querido ver una venganza de la naturaleza por la intervención de Estados Unidos en Irak. Y a pesar de que muchos de quienes albergan este odio presumen de ser personas abiertas y tolerantes, frecuentemente el objeto de su desprecio no es el gobierno norteamericano, sino el pueblo de ese país.

Pues bien, a riesgo de cometer una grave herejía y ser objeto de los peores comentarios, este autor debe declarar su gigantesca admiración por el país y el pueblo que hoy sufren, y en especial por el modelo de sociedad que ha logrado construir. Aclaro que, sobre política exterior, considero imposible extender un juicio tan general, pues dicha política varía en espíritu y orientación según el gobierno de turno. Lo que me merece, y siempre me ha merecido la mayor admiración, es el hecho histórico de que, en Estados Unidos, se logró construir la sociedad más abierta, libre e igualitaria de los tiempos modernos.

Algunos se preguntarán cómo es posible que admire a una sociedad que otros intelectuales consideran tan frívola. La razón es que, siguiendo el principio de la tolerancia, me abstengo de hacer juicios sobre las preferencias individuales de las personas, pues no considero que tenga autoridad para hacerlo. Quien degusta buenos vinos y lee a Proust no es superior, en términos morales, a quien toma Pepsi Cola y no lee más que la TV Guía. Mi admiración es por las instituciones y principios que han creado esta sociedad.

Ninguna sociedad es perfecta, claro está, y en la sociedad norteamericana han existido expresiones absolutamente despreciables. Es el caso del racismo, actitud que ofende los más caros principios de humanidad. Sin embargo, fue precisamente el carácter abierto de dicha sociedad lo que permitió que el racismo se conociera y se denunciara. Fueron la libertad de expresión y de prensa las que lograron esto. ¿Habría sido posible, acaso, un Martin Luther King judío en la Rusia zarista o en la Alemania nazi? Las desviaciones malévolas del espíritu humano han existido en todas las sociedades: lo verdaderamente valioso es que una sociedad sea capaz de reflexionar de manera pública y libre sobre sus propias culpas.

Cuando afirmo que Estados Unidos es la sociedad más igualitaria del mundo, se me objeta que en ella existen enormes diferencias en la riqueza y en el ingreso. Bill Gates y Warren Buffet, me dicen algunos, tienen miles de millones de dólares, mientras muchas personas del común viven con un modesto ingreso anual. Eso es cierto, pero es cierto de manera admirable: en Estados Unidos, la mayoría de trabajadores de bajos ingresos alcanzan a tener un nivel de vida decente. No carecen, como los pobres de nuestros países, de lo mínimo que se necesita para llevar una vida digna. Además, tienen a su alcance medios para lograr que ellos, o sus hijos, puedan llegar a niveles económicos más altos. En nuestros países, las familias pobres suelen estar condenadas a perpetuar la pobreza y a transmitirla a las generaciones futuras.

En aquella sociedad, además, no existen obstáculos institucionales ni en la estructura social que impidan que cualquier persona se convierta en un Bill Gates. De hecho, si se examina la vida de los grandes millonarios norteamericanos, se verá que la mayoría de ellos provienen de orígenes humildes o de clases medias. Basta leer los sufrimientos y privaciones del joven John D. Rockefeller. Basta comprobar que, en la mayor parte de los casos, las grandes fortunas norteamericanas no son hereditarias. Ni Bill Gates, ni Warren Buffet, ni Larry Ellison heredaron sus gigantescas fortunas. Las crearon. Y al crearlas, brindaron miles de oportunidades a muchas otras personas.

En otras orillas ideológicas, se cree que la igualdad consiste en usar la fuerza del Estado y de las armas para lograr que todos tengan exactamente lo mismo. Incluso cuando, a través de decisiones adultas, voluntarias y libres, puede crearse una desigualdad en la riqueza y el ingreso. La verdadera igualdad consiste en no establecer privilegios ni ventajas, en que todos gocen de la misma consideración moral, y por lo tanto de las mismas oportunidades para progresar. En una sociedad que se construye sobre tal principio de igualdad verdadera, las dinámicas del progreso logran que la pobreza se reduzca, e incluso que se acerque a su desaparición. En estas sociedades, la justicia social es mucho mayor que en aquellas que se proclamaron igualitaristas.

En las sociedades latinoamericanas, a pesar de avances recientes, siguen existiendo los privilegios. Siguen existiendo obstáculos en la sociedad y las instituciones para el progreso de quien tiene una buena idea o trabaja con juicio y pasión. A diferencia de las sociedades europeas del siglo XIX, y de las latinoamericanas, en Estados Unidos se celebra el hecho de que alguien de baja extracción logre el éxito y ascienda a las más altas cumbres. Es más, cuando ha habido allí algunos débiles fermentos de aristocracia (en Boston, por ejemplo) estos han sido arrollados por el dinamismo de quienes vienen ascendiendo y que gozan de admiración general.

Ninguna sociedad es perfecta, decía unas líneas más atrás. Sin embargo, creo que nuestras sociedades tienen mucho que aprender de aquella sociedad que ahora sufre por cuenta de los mares y los vientos. Podremos dejar atrás los mitos según los cuales este país surgió gracias al "imperialismo". Podremos ver cómo una sociedad que se establece sobre principios de libertad e igualdad de oportunidades, que es la verdadera igualdad, logra elevarse y traer bienestar a sus gentes.

Andrés Mejía Vergnaud es analista político colombiano y director del Instituto Libertad y Progreso

Diario Exterior (España)

 


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