Después de Alejandro Magno son muchos los que han intentado conquistar Afganistán, sin que nadie lo haya conseguido. Probablemente porque ninguno de sus imitadores ha ido tan lejos como el macedonio. Alejandro se orientalizó. Desposó al menos a una princesa de cada uno de sus reinos conquistados. Adoptó sus usos y costumbres. Se dejó adorar como un dios en vida. Prohibió el trato «democrático» al que había acostumbrado a sus soldados. Y la menor sospecha de sedición la sofocó con un baño de sangre en forma de ejecuciones.
Las intervenciones militares en el exterior han cambiado mucho desde entonces. Afortunadamente. Hoy, ya no es que prohibamos al general McChrystal casarse con una princesa afgana o ser adorado como un dios en vida. Es que ha sido fulminado por desahogar su cólera guerrera frente a un periodista indiscreto. Claro que es lo que había que hacer para garantizar la subordinación del poder militar al civil.Pero lo que la experiencia enseña en Irak o en Afganistán es que ninguna potencia occidental va a imponer su autoridad y sus valores con métodos liberales y democráticos en países ajenos a nuestra cultura. Ninguna potencia occidental podría seguir la bárbara lección de Alejandro Magno. Ni siquiera lo hizo la Unión Soviética. Es la amarga lección de este decenio: los intentos de lo que unos llaman democratización y otros colonización cultural están abocados al fracaso. El relativo «éxito» de Irak ha consistido en conseguir que sean los propios iraquíes los que se enfrenten a tiros con los terroristas de Al Qaida. Un marine con un rifle en una mano y la Constitución jeffersoniana en la otra no tiene credibilidad. No hay otra opción. El verbo desenfrenado de McChrystal no sería muy diferente del que utilizaban los generales del macedonio. Por eso ha sido fulminado.