A nadie debería extrañar que los «inspiradores» de Al Qaida propongan ahora el norte de África como idóneo escenario para que la nueva promoción terrorista formada en Irak prosiga su guerra. Irak es cada día más un conflicto civil que va a romper el país en tres, y de donde más pronto que tarde se irán las tropas de EE.UU. y los yihadistas venidos de otros países.

Hubo algo más que un caprichoso cambio de nombre cuando el «grupo salafista para la predicación y el combate» pasó a llamarse «Al Qaida para un Magreb islámico» con las bendiciones de Al Zawahiri, que es quien de verdad manda en ese mundo. Todo indica, sin embargo, que la estrategia será diferente de la del GIA en los 90. Esta vez no aspiran a controlar un territorio con la pretensión de asaltar el Estado. Ahora buscan atentados espectaculares que siembren el caos, ganen publicidad para un terrorismo globalizado e inviten a otros grupos a emular su acción.

Lo que sí parece claro es que ha fracasado la estrategia seguida contra el fundamentalismo. Ni el golpe de los militares argelinos ni la invasión de Irak han hecho el mundo más seguro. Tal vez habría que reflexionar en por qué la única perspectiva de los jóvenes magrebíes es emigrar a Europa o, en su defecto, alistarse en el fundamentalismo. El terrorismo es globalizado, pero los países del Magreb viven de espaldas los unos de los otros, sin comercio, sin cooperación. A un paso de Europa, sus economías siguen siendo rehenes de una oligarquía feudal.

La vida política -no menos feudal- transcurre de espaldas a la sociedad. No es una cuestión de pobreza, porque hay países mucho más pobres que no generan terrorismo, sino de frustración, de horizontes de plomo. En una sociedad donde sea posible progresar, amiga de la clase media, emprendedora, quizás desaparecería ese letal caldo de cultivo del terrorismo.