Durante mis primeras andanzas de corresponsal en Moscú conocà la URSS de antes de la perestroika y juro que nadie me hizo firmar una declaración de 'lealtad'.
Cuando Putin ordenó la invasión de Ucrania, un coro de
estupefactos políticos, diplomáticos y analistas occidentales se preguntaron
por los motivos de aquella insensatez. Se habló de vocación imperialista, de
resentimiento, de megalomanía y embriaguez causada por un poder absoluto. Algo
hay de verdad en todo ello, pero existía -y existe- también otro poderoso móvil
que conviene no olvidar: Putin cree que la Unión Europea es una amenaza
existencial para una Rusia autocrática, su Rusia, la única que le cabe en la
cabeza. Está convencido de que una Europa democrática, próspera y más o menos
unida es un peligro mayor para su régimen que todos los misiles que apuntan a
territorio ruso.
Embarcado en su personal cruzada contra Europa, la
obligación de que cualquier extranjero firme una declaración de 'lealtad' a
Rusia es su 'muro', su línea de defensa contra cualquier influencia occidental
que cuestione la paranoica ideología en la que se basa su autocracia. Putin
quiere convertir su país en una fortaleza aislada de toda idea, tendencia o
inquietud procedente del mundo democrático. Aspira a que todos sus compatriotas
compartan el pavor que le suscita esa Europa polemista e innovadora que no cabe
en su reaccionaria cabeza.
La tendencia no es nueva. Cuando Catalina II favoreció el
establecimiento de comerciantes y colonos alemanes en Rusia, a los recién
llegados les llamaba la atención la pintoresca costumbre de que una beata
barriera el suelo que pisaban cuando visitaban un templo local. La iglesia
ortodoxa rusa ha alojado en su seno una corriente xenófoba, ultranacionalista,
muy retrógrada, que hoy casa a la perfección con la alergia de Putin a sus
vecinos.
El aislamiento total de Rusia con el que sueña el patrón
del Kremlin sólo fue posible en la Unión Soviética de Stalin. Durante mis
primeras andanzas de corresponsal en Moscú conocí la URSS de la preperestroika,
la que antecedió a la movida de Gorbachov, y juro que nadie me hizo firmar una
declaración de 'lealtad'. El teléfono lo tenía pinchado, como el de todos los
periodistas extranjeros; a menudo se oía musitar extraños rezongos a los espías
y, de vez en cuando, llamaba una tal Natacha o una Tania o una Ludmila, que
querían quedar conmigo, imagino que para que tuviera la oportunidad de entrar
en contacto directo con los diligentes servicios del KGB.
También, en una ocasión, me llamaron a capítulo porque
había escrito que la élite del régimen hacía las compras en Helsinki, adonde
los más presurosos se desplazaban en helicóptero. Pero lo cierto es que aquello
era de broma. La élite y la no élite, los funcionarios, diplomáticos y gente
del común con la que traté lo único que sentía era una sana curiosidad por
Occidente y una incontenibles ansias por abrirse al mundo.
Indagar en los motivos de cómo y por qué Rusia ha
regresado a sus años más oscuros daría para un sesudo ensayo. Lo que no
conviene olvidar es que la guerra de Putin no es contra Ucrania, sino contra la
Unión Europea. Empezó con el apoyo a Puigdemont y Le Pen, y siguió con la
invasión de su vecino. Una Europa disgregada en feudos, empobrecida y en pugna
contra sí misma ha sido el sueño eterno de Putin. Conviene tenerlo en cuenta
cuando hablemos del «cansancio de la guerra», de su oneroso coste, de pragmatismo,
del eventual apaciguamiento de un líder resentido. Eso sí, si aspiramos a una
Europa atomizada e insegura, Putin es nuestro hombre.
***Alberto Sotillo fue corresponsal en Moscú y redactor
jefe de Internacional de ABC