La reacción del Gobierno de Viktor Orban a la mayor crisis europea de refugiados desde Bosnia, e incluso desde 1945, es tan pueril como la fe populista que practica y hoy parece guiar al jefe de gobierno magiar: Asustar, perseguir, criminalizar, internar, atrincherarse y gobernar con estados de emergencia, tal y como no hay precedente en un estado de la Unión. Y ello al través de una maximalización ideológica, esto es: no se trataría de un problema humano, social, europeo, sino de "una amenaza para Hungría".

Es útil no buscar chivos expiatorios ni intentar ofender a otros pueblos de inmediato, por fácil y tranquilizador que sea sacar pecho gratis. He vivido crisis de un millón de personas huyendo de Kosovo, he acompañado a José María Mendiluce cuando, un protagonismo trasnochado del presidente Mitterrand, le lanzó a dos millones de bosnios sobre sus espaldas; no es fácil: los sentimientos afloran por rostros de personas, no por masas: manejar masas tiene algo de industrial y desagradable.

Pero las inquietantes respuestas del primer ministro húngaro, los errores tácticos de anticipación o resolución, el marasmo legal incurrido o el propiciado en la estación de Keleti, las verjas apresuradas sin permiso de Serbia y que propiciaron un mercado inmediato de cizallas a cinco, las imágenes de la policía arrojando comida o vapuleando a familias, el inopinado rechazo de un obispo a la cristiana llamada del Papa de Roma, la mención legal al ejército, la camarógrafa partidista que administra su ideología a patadas, el partido Jobbik desinformando con vídeos y fotos trucadas...

Desde luego, si Hungría tuviera tantos enemigos como sospecha la ideóloga jefa del régimen de Orban, Mária Schmidt, no es fácil que ni juntos hubieran logrado dañar, en tan poco, la imagen humana y democrática, de un pueblo tan afable, como lo han logrado hechos y palabras del Gobierno de Budapest. Por supuesto, las imágenes son injustas por selectivas y las narrativas en el periodismo global son autoconfirmantes más que informantes, pero tal vez en este caso una ideología "hungarizante" ha apuntalado la inoperancia.

Tanto historicismo abusando del espacio político y estos guardianes de la vieja Panonia magiar no sabían que sólo hay apenas un paso histórico del gran Danubio, entre Serbia y el Occidente, y ése es precisamente la estación de trenes de Keleti (Este) en pleno centro de Pest. Y fueron a disponer los campos de internamiento y registro a cientos de kilómetros al oeste ¡al otro lado del Danubio! y con capacidad para 3.000 personas, las mismas que llegan en un solo día. Pero no menos torpes parecen las disposiciones legales extraordinarias.

La nueva ley contempla el estado de emergencia y el empleo del ejército, pese a carecer de entrenamiento para labores civiles y poder apenas desplegar 5.000 efectivos para 185.000 metros de frontera con Serbia... ¿y los 448.000 con Rumanía? Además eleva a penal el intento de entrar ilegalmente en Hungría. Si lo practicaran, colapsaría el sistema policial y judicial en la primera semana; y si no lo practican ¿incurrirán en ilegalidad? Pero además establece el rehusar toda solicitud de asilo, si se ha transitado antes por un país "seguro", es decir, todas (salvo las ucranianas).

Todo esto se antoja demasiado torpe, pero falta añadir que los letreros que lo explican por todo el país, y llaman al inmigrante a "respetar la ley y no cometer delitos" están en húngaro. Tan no va esta música de solucionar la crisis que, la primera reacción a ésta del Gobierno, fue enviar 8,5 millones de cuestionarios consultando si los fondos de ayuda deberían ser empleados en refugiados o en ciudadanos necesitados.

La cuestión impostergable, pues, es que Orban afronta unas elecciones en breve y su poco escrupuloso estilo requería de un momento de liderazgo "putinista": sólo contra el mundo, el padre que por la noche corre el cerrojo. Lo preocupante para Hungría es que, adquirida tal fama, si Orban fuese reelegido, se entendería en todo el mundo como si todos los húngaros hubiesen respaldado este despliegue de demagogia e ineficacia.

Los húngaros son un pueblo joven, prácticamente el último en llegar a Europa y con una conciencia -tal vez excesiva a ojos ajenos- de su singularidad, que la aman casi tanto como a su extraordinaria lengua. Por ello o no, sus vecinos repararon pronto en que se perciben como un pueblo relevante, si no dominante; un "Herrenvolk" por usar una definición, no por antigua menos apropiada.

Esta conciencia aumentada convive con una actitud defensiva de sus esencias, pues por su propio pie o a caballo, quiso el jefe Árpád que vinieran a meterse hace mil años en medio de lo que luego han temido siempre: "un océano de eslavos".

Tal vez la combinación de una dura crisis económica y de empleo, y este software socio-cultural preinstalado; o el que el océano exterior amenazante es también hoy el de una globalización desorientadora; o bien la mera política renacionalizante emprendida por su líder conservador, durante la última década, han puesto en curso de colisión a un pueblo, pleno de hazañas y personalidades excepcionales, con el mundo moderno, cambiante, inseguro, integrado.

Con todo, si bien fuera del debate humanitario, no sería justo ni eficaz obviar la cuestión inherente a los temores frente a inmigraciones que se antojan inmanejables en el sentir común; y ésta es la conversación pendiente sobre si las democracias tienen derechos prerrogativos, o no, a preservar su demografía y cultura tradicional, incluido su propio estilo de democracia; y, en su caso, cómo.

Ramiro Villapadierna es director del Instituto Cervantes en Praga y ha sido durante décadas corresponsal en Europa Central.