25/08/2014 | Argentina - El credo predilecto de los políticos
Alberto Medina Mendez
La política como actividad profesional ha instalado una serie de creencias hasta convertirlas en verdades irrefutables. La mayoría de ellas apuntan a que la sociedad incorpore la idea de que los políticos son imprescindibles protagonistas, necesarios participes y vitales intérpretes en su función de intermediarios entre las dificultades y las soluciones.
El paradigma central
de ese dogma preferido por los políticos, es aquel que sostiene que son los
gobiernos los que deben "solucionar los problemas de la gente". Esta
perspectiva, además de perversa y falaz, apuesta a la pereza ciudadana
promoviendo la comodidad de ciudadanos que creen, genuinamente, que todos sus
padecimientos son responsabilidad de terceros, de otros, de personajes que se
empeñan en hacerlos desdichados.
En el marco de esa engañosa teoría, la política como sacerdocio y vocación,
asume el heroico rol de ofrecer "alivios y remedios" para que la
comunidad los apoye electoralmente y de ese modo deleguen esa agotadora gestión
dejando todo en manos de políticos supuestamente eficientes que toman la posta
para resolver cada inconveniente que los ciudadanos identifican.
La felicidad es un concepto subjetivo, individual, absolutamente personal, por
el que cada ciudadano fija sus prioridades, gustos, preferencias y una escala
de valores bajo la cual intenta alcanzar ese estándar sublime.
No existen garantías para ello. Esa búsqueda es permanente y siempre
imperfecta. Lo que cada individuo intenta es lograrlo, pero no lo consigue con
la frecuencia deseada, siendo invitado entonces a ajustar reiteradamente sus
estrategias y tácticas para obtener la meta soñada. Por momentos lo consigue,
pero sabe que ese bienestar es efímero y que pronto algo volverá a romper el
equilibrio, obligándolo a un nuevo intento.
Imaginar que esas vivencias individuales pueden resumirse en una consigna
única, común y universal, es un gran embuste. La política lo plantea porque si
no implanta la visión del bien común, esa matriz genérica que sirva para todos,
no puede operar y su existencia no tendría sentido. Y es así que desemboca en
la mágica fórmula de "resolver los problemas de la gente".
Resulta demagógico, pero al mismo tiempo muy simpático, sostener ese discurso
que dice que la sociedad no es culpable de nada, que todo lo que le sucede es
responsabilidad ajena y que la política se encargará de poner las cosas en su
lugar para que de ese modo todos sean afortunados.
En realidad, los individuos deberían comprender que lograr ese progreso y
felicidad depende de ellos mismos, que la tarea no es esperar que las cosas
ocurran sino, justamente, hacer que sucedan.
Las personas prosperan, avanzan y consiguen ser felices, cuando gobiernan sus
vidas y triunfan por sus propios méritos. Claro que están los que tienen suerte
y que el contexto influye, pero eso no debe invitar a cruzarse de brazos y
esperar que "otros" resuelvan los inconvenientes particulares.
La tarea es hacerse cargo, ser responsables del propio destino, ocuparse de uno
mismo y también de sus respectivos entornos. Son los individuos los que deben
accionar y organizarse cuando la voluntad individual no alcanza para cooperar y
ejecutar cuando un tema les interesa.
Existen varias generaciones de ciudadanos que creen que los gobiernos deben
proveerles trabajo, vivienda, alimentos, educación y salud, entre tantas otras
necesidades. Están convencidos que se trata de una obligación de los gobiernos
consagrarse a esos temas. Entienden que alguien debe pagar ese costo, y no son
ellos, sino el resto. Por eso promueven la exigencia, y no apelan al esfuerzo
personal como herramienta de cambio.
Ni los políticos, ni los gobiernos, están para quitar los obstáculos del
camino. Nacieron con el objetivo de garantizar derechos a cada individuo, y
asegurar a los ciudadanos la posibilidad de convivir en armonía, evitando que
se quiten la vida, la libertad y la propiedad unos a otros a través de
mecanismos inmorales y del tradicional abuso de poder.
Los políticos tendrían que poner sus energías en generar las condiciones para
que sean los individuos los que puedan crear su propia felicidad a través de
sus decisiones personales, asumiendo los riesgos derivados de cada
determinación. La responsabilidad de la política es cerciorarse de que nadie
inicie el uso de la fuerza contra otra persona y que si lo hace, esa actitud
tenga consecuencias negativas que desestimulen un nuevo intento.
La política debe dedicarse a que los individuos tengan reglas de juego claras,
transparentes, estables, con incentivos bien definidos, para poder en ese marco
buscar su propia felicidad, y no pretender reemplazar a los ciudadanos en esa
labor. La sociedad, por su parte, debe esforzarse, esmerarse, para que el
resultado de tanto trabajo sea su mayor estímulo y para no caer en la trampa de
asignar culpas para justificar errores propios.
La dirigencia se ha esmerado en instalar esta idea en la mente de todos. Cada
ciudadano que cree en esa frase que dice que los políticos están para resolver
sus dificultades, en algún punto, es porque prefiere descansar en esa mirada
que tomar riesgos asumiendo sus éxitos y fracasos.
Es prioritario cuestionar el discurso de los políticos, el verdadero rol de los
gobiernos, y la función del Estado en todas sus formas y jurisdicciones.
Definitivamente, son los individuos los que deben encontrar atajos frente a
cada conflicto, en forma personal cuando ese sea el ámbito, o también
organizándose socialmente cuando el objetivo amerite un trabajo coordinado en
equipo. Pero es bueno empezar a destruir aquel confortable slogan que afirma
que son ellos los que deben solucionar los problemas de la gente.
Lamentablemente esa visión es parte del discurso cotidiano y se ha constituido
en el credo predilecto de los políticos.
Alberto Medina Mendez (Argentina)
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