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28/07/2012 | Burgueses multiuso

Américo Martín

Mientras escribo estas líneas tengo a mi lado dos obras de Marx, Miseria de la Filosofía, escrita en 1847, y el célebre Manifiesto, publicado al año siguiente. Textos polvorientos que guardo con afecto porque llevan varias glosas en pies de página, escritas por mí cuando aún era marxista. Con secreta alegría tropiezo conmigo mismo y encuentro que todavía algo nos une: la pasión por asumir ideas con serenidad sin sacralizar a nadie, sin aceptar acríticamente nada ni endiosar teóricos o líderes.

 

Además, con la convicción de que por las ideas que en un momento dado se tengan bien vale jugarse el tipo. En líneas generales esa fue la manera de ser marxista de la generación política a la que me jacto de pertenecer. Por eso, las sonoras rupturas de los años 1970 no fueron explosiones de súbitas decepciones, sino el resultado de un lento proceso de maduración que estaba destinado a fructificar.


En Miseria…, sin cumplir 30 años y por lo tanto con toda la pasión de la juventud, Marx habla de categorías económicas pero no de “burguesía” como tal. No porque no creyera lo que sabemos que creía de ella, sino porque no la “personalizaba”, la trataba como estamento social, sin ocurrírsele que Proudhon, a quien masacra en esa obra, fuese apenas el micrófono de una clase social. Lo llamó ignorante, lo sacudió, pero no dijo que fuera “la burguesía”, personificación que ha retoñado en el socialismo de Hugo Chávez, ¡112 años después! Por eso, si usted critica el pésimo estado de la vialidad en Monagas, él no le responderá a usted, sino a la burguesía, a la que trata como si fuera una persona que está tomando café en una panadería.


En El Manifiesto, el ríspido escritor alemán alude a partidos de la burguesía y de la clase obrera, considerándolos como personas jurídicas y sin la tonta trasposición directa a ellos de lo que dijeran tales o cuales líderes. Un anacronismo el de Marx desmentido por la historia, pero no exento de cierto rigor analítico, que perdieron los fundamentalistas de hoy.


Ganarle las elecciones a Chávez era difícil, pero desde las primarias del 12F ha corrido mucha agua bajo los puentes y han chocado dos maneras de entender la política y de tratar a la gente. Eso está incidiendo en el ánimo de los electores. A 72 días de la gran prueba el signo de la campaña ha cambiado, con un Capriles dueño de la iniciativa y un Chávez tratando de detenerlo con respuestas biliosas y descolgadas de la realidad. Si el gobierno no introduce urgentes rectificaciones que no sean cosméticas –seguramente no lo hará– deberá perder las elecciones, quizá con un alud de votos por encima.


La clave del éxito del candidato democrático podría sintetizarse así: contacto permanente con los ciudadanos silvestres a fin de oír y responder. Capriles con su trato humano, cordial y respondiendo inquietudes desintegra con su sola presencia la caricatura que han dado de él. Muestra un vigor asombroso. Nadie nunca había recorrido pueblos con tanta fuerza y sin perder fuelle. Ese dinamismo exhibido ante los pueblos más olvidados y ya no sólo en los grandes conglomerados urbanos, ha disparado su opción. Frente a él, el presidente-candidato hace todo lo contrario: se traslada cuando puede a las ciudades grandes, no se baja de tarima o carroza, su semblante es coriáceo, cansado, a ratos enfermo, y su discurso es cada vez más agresivo, insultante, camorrero hasta la repelencia y ajeno a los problemas vivos de la gente. En lugar de referirse a ellos, se repliega hacia un mundo de conceptos antiguos y simplistas, hace mucho tiempo superados por la propia izquierda.


Por ejemplo, cuando se enfrentaron en España el socialista Alfredo Pérez Rubalcaba (PSOE) y el centro-derechista Mariano Rajoy (PP) ni en su momento más crítico se le ocurrió a Pérez Rubalcaba criticar a “la burguesía” en lugar de hacerlo a Rajoy. Eso de hablar de un estamento social como si fuera una persona natural sólo ocurrió en pasadas décadas en los niveles más fanatizados e ignorantes del anarquismo y el comunismo. No estaban hechos para dialogar sino para pelear, no discutían argumento vs argumento, sino que agredían a quien los presentara. La espiral del insulto se desliza en un pozo infinito. Si comenzaron hablando de la “derecha”, la imperturbabilidad del así calificado los hace subir el tono para motejarlo de “ultraderecha”, sin que haya ocurrido algo nuevo que lo explique.


En un debate de contenido Chávez lleva las de perder. Imaginemos que se centrara en el agua o la luz, o la educación o la salud, o PDVSA, o la ruina de la industria y la agricultura, o el terrible tema de la inseguridad o las controversias limítrofes. Es obvio que el presidente quedaría muy mal parado si tuviera que defender su desastrosa política frente a un rival bien formado y sin responsabilidad alguna en semejante colapso.
No le quedan sino armas pueriles: la del muchacho que por no saber cómo responderle al aventajado interlocutor lo insulta, descalifica y amenaza, se tapa los oídos para no escucharlo y se lanza como fiera contra él. Y la de proporcionar algún barniz de profundidad a su discurso valiéndose de vocablos de antigua resonancia revolucionaria. Chávez se retuerce en la carroza, sudoroso y trémulo, prometiendo que aniquilará a la “burguesía”, aplastará a la “oligarquía” y le clavará la puntilla al “capitalismo” y el “imperialismo”


Palabras multiuso, vagas y sin traducción práctica. Ni los boliburgueses se asustan ya.

Miami Herald (Estados Unidos)

 



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