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25/01/2014 | Colombia - Las FARC en el parlamento

Américo Martín

Nuestras armas tienen que ser la garantía de cualquier acuerdo. Es un tema estratégico que no vamos a discutir.

 

Manuel Marulanda (en tiempos idos)

Sé que ya no se usa mucho la voz “cachaco” para identificar al bogotano culto, liberal, elegante en el vestido y la expresión y dado a usar casaca. Pero si alguien decidiera retomarla le aconsejo que mire a Juan Manuel Santos.

Acaba de soltar con insigne suavidad una declaración que a muchos les ha parecido inaceptable.

Espero ver –ha dicho– a los jefes de las FARC en el Congreso.

Álvaro Uribe, el líder que puso en el brasero la organización militar de las FARC, podría sentir que Santos estaba arruinando sus indudables logros contra la célebre organización fundada en 1964 por Manuel Marulanda, no obstante haber sido Juan Manuel su ministro de la defensa y mejor intérprete en la guerra que Uribe declaró contra los irregulares, y llevó a la victoria. Enfrentó con las armas empuñadas a aquella organización que bien pudo ganar la guerra e instalar en Bogotá una revolución dura, similar al fidelismo en La Habana y al sandinismo en Managua.

Una peligrosa resignación parecía haberse apoderado de los gobiernos democráticos de Colombia frente a los colosales avances de los faristas, más todavía después de la activa ayuda que comenzaron a recibir del presidente Chávez. Los presidentes Belisario Betancur, Virgilio Barco, César Gaviria, Ernesto Samper y Andrés Pastrana habían incluido en su agenda la negociación de paz con las agresivas huestes de Marulanda.

Nadie llegó más lejos que Pastrana en ese rocoso camino. Seguía siendo muy escarpada la cuesta para entenderse con una organización tan complicada como las FARC, pero en un país como Colombia aparecen con frecuencia rendijas que reabren posibilidades.

Las vastas concesiones de Pastrana a las FARC no le depararon el éxito esperado porque el Secretariado de Manuel Marulanda no estaba interesado en la paz. Y no lo estaba debido a que el enorme desarrollo de su ejército y la debilidad de los gobiernos colombianos le hicieron creer que podía ganar la guerra. No era cuestión de cambiar todo el poder por algunas ventajas arrancadas al presidente.

¿Para qué negociaba entonces? Obviamente para obtener ventajas parciales, consolidarse en los 42 mil kilómetros cuadrados de Caguán y ganar respetabilidad internacional.

–¿Lo engañó Marulanda? –le preguntan al presidente Pastrana.

–A mí no. Engañaron a Colombia.

Y se engañaron ellos mismos –pudo agregar– dado que si la operación les dio ciertos logros materiales, arruinó su crédito político. Sobre semejante declive, construyó Uribe –con respaldo popular– la política de derrotar a plomo cerrado a las FARC y el ELN. El cachaco Santos podrá llevar mal o bien las conversaciones, pero su punto de partida es el éxito militar de Uribe.

La diferencia entre Iván Márquez y Marulanda reside en que éste, persuadido de su victoria, rechazó deponer las armas en tanto que aquel descubrió que la insurrección carece de futuro; la lucha legal es lo posible. Lo que quisiera Márquez es sacar lo que pueda del diálogo de paz para revestirse de legalidad, participar en las elecciones y… acceder al Congreso.

En sus Memorias, Kissinger remacha obsesivamente que las negociaciones deben hacerse desde posiciones de fuerza, como, a diferencia de Pastrana, lo está haciendo Santos. La posición de fuerza la logró Uribe; la audaz y novedosa negociación, Santos. Lo que algunos no entienden bien es por qué diablos están enfrentados en lugar de sostener una granítica unidad en función de la anhelada fortaleza de Colombia.

Es un asunto de liderazgo, sin duda. Son en la actualidad las figuras más poderosas del país y obviamente ya no piensan de la forma que lo hacían cuando Uribe estaba al mando. Uno se opone a continuar la negociación bajo el ruido de las armas y el otro ha puesto su futuro en ella. Si ese barco naufraga, Uribe será el hombre necesario; si sale bien de la borrasca, Santos se asegurará otro período y sin duda el liderazgo principal.

–Espero verlos en el Congreso– declaró Santos para ilusionar al otro lado de la mesa de negociación y alentarlo a perseverar.

Lo que no ve, o si lo ve no tiene más remedio que afrontarlo porque recoger velas sería un desastre, es la reacción de los terceros, los colombianos, los deudos de ataques faristas, los que quisieran borrar para siempre cincuenta años de muerte y destrucción.

¿Qué dirán las víctimas de la horrenda conflagración, los secuestrados con sus vidas destruidas, al ver entrar a las FARC en el Capitolio, monumento nacional a un costado de la Plaza Bolívar donde Gaitán sacudía a los colombianos con sus oraciones? No entrarán porque lo diga yo, mascullará Santos. Decidirán los electores y el prestigio de las FARC está en el subsuelo.

Es la incógnita que flota sobre este complejo diálogo, cuyo norte es enterrar la guerra. ¿Qué puede uno decir? ¿Es factible? ¿Es posible? No lo sé ni creo que muchos puedan asegurarlo.

Sin embargo, no debe olvidarse que Colombia tiene el raro privilegio de no haber suspendido jamás sus procesos electorales ni abolido sus instituciones democráticas aun bajo la sombra siniestra de las diabólicas guerras que la han estremecido desde la década de 1840.

Es un caso único en Hispanoamérica. Y aunque también lo sea la larga confrontación bélica protagonizada tan brutalmente por las FARC y otras fuerzas, es saludable recordar lo de las rendijas, que en Colombia podrían aparecer cuando menos se las espera.

El Nuevo Herald (Estados Unidos)

 


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