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07/06/2013 | Las calles y el pueblo

Américo Martín

La enorme sacudida social de Brasil sólo sirve para demostrar que la oleada de victorias supuestamente revolucionarias en Latinoamérica a partir de Chávez y Lula, no ha satisfecho el anhelo de cambio que habían despertado en el corazón del pueblo.

 

Parecía irle bien, si se examinaba el asunto desde afuera y leyendo los medios masivos de la Región. Pronto sin embargo se manifestó una divergencia profunda, poco dispuesta a admitir ese nombre. Se mantuvo por un tiempo la unidad y la promesa de cambio, surgieron incluso expresiones orgánicas muy sonoras pero también muy efímeras, como el ALBA, UNASUR, el Banco del Sur y la sustitución del dólar por el patriótico sucre, muerto casi al nacer sin que sus pomposos promotores hicieran algún balance de resultados.

Habían surgido dos opciones cada vez más antagónicas. Brasil encarnaba la primera, Venezuela la segunda. Abierto aquél al mercado, la competencia y las mejores relaciones con los países fuente de capitales de inversión y tecnología avanzada; hostil éste a empresarios e inversionistas, en nombre de viejos dogmas de la izquierda. Cabalgando sobre ellos, Venezuela se metió en una gruta siniestra, desoladora, de la cual no halla manera de salir.

Lentamente la izquierda pragmática se encaminó hacia la sensatez. El gran empuje de la región ha sido su premio. Pero como una cosa lleva a la otra, esa izquierda resolvió superar las diferencias artificiales, comenzando con los ajados dogmas de antaño. Por eso Bachelet ha anunciado de nuevo una coalición con alta presencia demócrata cristiana, signo evidente de que las exquisitas diferenciaciones ideológicas no pueden prevalecer sobre el gran objetivo del desarrollo con altos niveles de vida y baja inflación, en el marco de una democracia digna de ese nombre. Con la estima muy malograda, los otros chapotean desconcertados entre la verdad y la mentira. Quisieran tal vez emprender aperturas pero les cuesta mucho. Son víctimas del odio que sembraron en su propia militancia.

Quiero enfocarme en esos dos países, desde otra perspectiva. Brasil, contra lo esperado, ha sido sacudido por manifestaciones que llegaron a reunir más de un millón de almas en un solo día. ¿De dónde salió tanta energía crítica? ¿Dónde estaba escondida? ¿Cómo entender esas protestas en un país que se tomó –no sin razón– como un emergente leopardo latinoamericano?

Coincidiendo con los reclamos brasileños, ya no exclusivamente cariocas, siguen las incesantes movilizaciones sociales en Venezuela. La particularidad, nada extraña, es que en ambos casos los estudiantes han estado a la vanguardia. Y en éste, exactamente este punto, se aprecia la primera notable diferencia entre Rousseff y Maduro.

La mandataria reconoció, según los medios, “que los manifestantes han destacado problemas profundos de la sociedad brasileña que deben ser atendidos. Necesitamos oxigenar nuestro sistema político –remató– y volverlo más transparente”

Brasil básicamente está bien y no obstante Rousseff abre la mano. Venezuela básicamente está muy mal y Maduro la cierra. Vomita insultos contra fantasmales conspiradores, adornándolos con clamores sobre magnicidios e invasiones gringas.

La diferencia es grande y el daño que se causa a sí mismo el desconcertado presidente venezolano es de órdago.

“La calle” ejerce una extraña fascinación en los políticos de Venezuela. La invocan el gobierno y también la oposición. Desbordado por un país cada vez más inmanejable, con variables económico-sociales escandalosas, desde las alturas del poder ya no emanan promesas sino gritos de guerra o frases altisonantes totalmente desaguadas de contenido. Y la primera es esa, “la calle”. Frente a las condenas crecientes contra su triste desempeño, los diputados del gobierno llaman a salir a la calle. ¿Para qué? ¿Para que los pise un carro o un motorizado? No, no, ellos los diputados harán “parlamentarismo de calle”. Muy sonoro, muy estimulante para militantes dudosos, pero al final es puro ruido, humo, vacío, nada. Pasó el tiempo, el rendimiento más bien empeoró y nadie habló más del famoso “parlamentarismo de calle”.

Pero ahora, con el agua al cuello y la previsible derrota que sufrirá en las elecciones de diciembre, Maduro encubre su precaria gestión esgrimiendo la vieja bandera. El suyo, ha proclamado, será un “gobierno de calle”. ¡Hombre! bastaría que fuera un gobierno.

En encuesta realizada en Sao Paulo el 18 de junio, Datafolha nos habla de causas. El 56% rechaza el aumento de tarifas de transporte, el 40% va contra la corrupción y el 24% contra los políticos en general. Será difícil impedir un cambio considerable en el sistema político. La era de Lula está a punto de desaparecer.

Con todo, las reclamaciones venezolanas son más profundas aún y más permanentes. Necesitamos más calle, reclaman muchos disidentes. La oposición es demasiado pasiva y “ya nadie protesta”.

No deja de ser curioso. Venezuela es el país más “protestón” del Continente. El Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y PROVEA destacan que desde 2007 a 2010 las protestas venezolanas se incrementaron prodigiosamente. En 2007 hubo 1576. En 2010, 3315 y en 2011, 12 y 13 el aumento ha sido geométrico. Hemos dominado la estadística hemisférica en protestas sociales y políticas durante casi siete años.

El escepticismo no se confía. ¿Quién quita si con el miedo a la derrota municipal, Maduro, dogal al cuello, se tira al suelo gritando contra la entrada por el Cajón del Arauca de los tanques israelíes de José Vicente Rangel?

–¡Nos invaden los marines! ¡Nos atacan Capriles y Aveledo! ¡A la calle, a la calle o nos callan!

El pueblo mirará, sonreirá y votará por el cambio. Está escrito, créanme.


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El Nuevo Herald (Estados Unidos)

 



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