Inteligencia y Seguridad Frente Externo En Profundidad Economia y Finanzas Transparencia
  En Parrilla Medio Ambiente Sociedad High Tech Contacto
Inteligencia y Seguridad  
 
24/05/2006 | A propósito de Carl Schmitt (II); la enemistad en la era del terror

Oscar Elía Mañú

Quien declara una enemistad absoluta a Occidente y a Estados Unidos

se sitúa fuera de las reglas que definen y acogen al combatiente. Pero la conciencia humanitaria de Occidente ni puede ni desea hoy delimitar de nuevo esta barrera, y abre sus brazos jurídicos a quien no desea ser abrazado en una lógica en la que parece desgastarse moralmente.

 

¿Un derecho nuevo? Retorno a Carl Schmitt

Polémico y certero pensador, Carl Schmitt es aún hoy testigo molesto de la historia. En la era de la paz mundial y de la Alianza de Civilizaciones, el despreciado jurista alemán nos recuerda la distinción fundamental que da sentido a la política; la distinción amigo-enemigo. Desde que fue formulada, bienpensantes, idealistas y pacifistas se han escandalizado con tal distinción. Imaginaron a un monstruo belicista aliado, además, del partido nazi. Con los años se ha acusado al jurista de ser partidario de una visión belicista de la política, de ser el profeta de la guerra y de la hostilidad. Visión extendida entre quienes muestran no haberlo leído nunca, pero que no impide juicios categóricos; “el diseñador del permanente ‘estado de excepción’, para quien la política es sinónimo de guerra, y el adversario o disidente, de enemigo” (Manuel Rivas, El País 6 de abril 2006. Otros, como Enric Juliana -La Vanguardia, 12 de mayo- obsesionados con Aznar, no sólo desconocen su teoría sino también su nombre y lo rebautizan con estrépito como Carl Schmidt.

Para lectores poco atentos o perezosos, recordemos: Carl Schmitt no sólo no dijo eso, sino que dijo expresamente lo contrario. Espectador en los años treinta de la agonía entre estertores de Europa, quizás nostálgico de un pasado irrepetible, constataba la verdadera realidad de la política; en último término, la política emana del sentimiento de hostilidad entre grupos humanos, sentimiento que llevado al extremo se convierte en verdadero enfrentamiento físico. Por tales presupuestos, Schmitt ha sido condenado como el dogmático de la diabólica lógica nacionalsocialista; pero lo que el jurista hace no es sino mostrar la verdadera naturaleza de la política, la misma que ha interesado a Raymond Aron, Maquiavelo o Tucídides a lo largo de la historia del pensamiento.

Si la política es en último término enemistad, y ésta puede, en determinadas circunstancias, intensificarse hasta el conflicto, entonces la guerra es una posibilidad existencial de la política; “es constitutivo del concepto de enemigo el que el domino de lo real sea de la eventualidad de una lucha”. Lucha posible, a condición de que el sentimiento hostil desborde las puertas de embajadas y parlamentos y se convierta en enfrentamiento físico. Afirmando que la guerra era parte esencial de la política, Schmitt afirmaba que siempre se encuentra en el horizonte; quienes hoy celebran alborozados el aniversario de la Segunda República, olvidan que su historia fue la de una enemistad progresivamente intensificada y absolutizada que convirtió a adversarios y rivales en enemigos a muerte.

Al tiempo que define la política como la relación amigo-enemigo, Schmitt recupera la distinción entre enemigo público y enemigo privado; distinción política clásica, que ya podemos encontrar en Platón, y sobre la que Schmitt construye su teoría política. Al enemigo privado se le odia en sentido estricto; se desea que deje de existir, y que nunca haya existido. Esta enemistad personal es el ámbito del odio; el deseo de que el otro deje de existir en cuanto tal. Pero también el ámbito del amor.

Por el contrario, señala Schmitt, el enemigo público es el enemigo de la colectividad, el enemigo político; se le combate, no se le odia; se le vence, no se busca su aniquilación y el fin de su existencia per se: “Enemigo es sólo un conjunto de hombres que siquiera eventualmente, esto es, de acuerdo con una posibilidad real, se opone combativamente a otro conjunto análogo. Sólo es enemigo el enemigo público” (El concepto de lo político, cap. 3)

La conclusión schmittiana es evidente; el enemigo público “es en suma hostis, no inimicus”, es un grupo, un conjunto, una colectividad. Y en cuanto público, estamos hablando de político: Tal enemistad queda reducida a la política y a sus circunstancias. En cuanto enemistad, existe una negación del otro; en cuanto política, tal negación queda circunscrita al ámbito público de lucha entre unidades políticas. Cuando la enemistad política se intensifica, aparece la posibilidad del conflicto, de la guerra: “la guerra procede de la enemistad, ya que esta es una negación óntica de un ser distinto. La guerra no es sino la realización extrema de la enemistad” (Op. Cit. cap. 3)

De la enemistad pública; por lo tanto, la guerra se realiza únicamente entre grupos, es decir, unidades con un motivo político; “guerra es una lucha armada entre unidades políticas organizadas” (Op. Cit cap. 3). Es decir, una guerra entre Estados que se reconocen como tales, en la medida en que reconocen que el conflicto es posibilidad y estado de excepción del derecho; en cuanto excepción, existe un antes y un después del tronar de los cañones; los enemigos son, en el fondo, “soberanos portadores de un jus belli que se respetan como enemigos aún durante el conflicto armado y no se discriminan mutuamente como delincuentes, de modo tal que un acuerdo de paz sigue siendo posible y hasta se convierte en el fin normal, sobreentendido, de la guerra” (Teoría del Partisano, Introducción)

Concentrándose en la enemistad como esencia de lo político, Schmitt penetra en lo más oscuro de la vida entre los hombres; al mismo tiempo, lo contextualiza; sólo reconociendo la enemistad concreta es posible acotarla, y con ella lograr la paz, aquello que queda más allá de la hostilidad. Esta y no otra parece ser la concepción schmittiana del Derecho Internacional clásico; reconociéndose mutuamente como enemigas, las naciones europeas lograban fijar los límites de tal hostilidad, y establecer entre ellas un espacio común que dio sentido al derecho de guerra.

“Cualquier intento de acotar o limitar la guerra debe basarse sobre el entendimiento que – en lo relacionado con el concepto de la guerra – el concepto primario es el del enemigo y que la diferenciación de diferentes clases de enemigo es anterior a la diferenciación de diferentes clases de guerra. De otro modo, todos los esfuerzos que se hagan para acotar o limitar la guerra no serán más que un juego que no resistirá al estallido de una verdadera enemistad”(Op. Cit. intr)

Durante siglos, Europa configuró y refinó el ius in bello como conjunto de normas y reglas que regulan el comportamiento en tiempo de guerra; testigos de una historia humana que es la historia de la guerra, teóricos y juristas refinaron el instrumento para declararla, el ius ad bellum, y el comportamiento dentro del campo de batalla, el ius in bello. Concibieron la guerra como un estado de excepción, en el que el derecho vigente era el ius in bello, que recibía su sentido de la enemistad entre rivales tanto como de la comunidad entre ellos:

“Con el acotamiento de la guerra, la humanidad europea había conseguido algo muy raro: renunciar a la criminalización del oponente bélico, es decir, relativizar la enemistad, negar la enemistad absoluta”(Op. Cit. cap.2)

La Convención de la Haya marca el punto álgido de tal concepción; establece la distinción entre guerra y paz a través de la declaración de guerra o el ultimátum, establece derechos y deberes de los neutrales; prohíbe el uso de gases asfixiantes y balas dum-dum; distingue entre combatiente, no combatiente o rendido para distinguir en el trato a todos ellos. Establece unas normas para humanizar la guerra, que sólo tienen sentido desde un cierto sentido de comunidad, que Schmitt remarca con asiduidad:

“Estas concepciones acerca de la guerra acotada y del enemigo justo, provenientes de la época de la monarquía, solamente admiten ser legalizadas entre Estados beligerantes cuando estos Estados se aferran a ellas con la misma intensidad (...) De otro modo, la reglamentación inter-estatal, en lugar de fomentar la paz, sólo consigue ofrecer excusas y argumentos para acusaciones recíprocas” (Teoría del partisano, Introducción)

Reconocimiento de la guerra como realidad humana, y reconocimiento de que ésta se realiza entre dos Estados que se reconocen mutuamente; se trata de los dos pilares sobre los que para Schmitt se fundamenta el Derecho público europeo, y a partir de él, el Derecho Internacional. Si la guerra es una realidad política, no hay motivo para no reconocer su existencia, y con ello reglamentarla y limitarla, humanizar su desarrollo. Pero ello sólo es posible desde el reconocimiento de que el conflicto es posible pero no necesario, y que a la declaración de guerra sigue una declaración de paz. Es decir, contextualizando la enemistad política y buscando una medida común entre combatientes.

Guerra prohibida, enemistad continua

Desde 1864, las Convenciones de Ginebra buscaron mitigar el sufrimiento que la guerra provoca en heridos, rendidos y prisioneros, pero al mismo tiempo se mostraba el carácter caprichoso y cruel de la historia; mientras el ser humano trataba de mitigar el sufrimiento, la técnica le proporcionaba un potencial que acabaría con la muerte de millones de personas. En 1949, tras la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, nuevos convenios de Ginebra daban un paso más en la búsqueda de humanizar el conflicto; sin embargo, éste se hizo cada vez más inhumano.

Si el siglo XIX reconoció el recurso a la guerra como algo legítimo y natural, el siglo de Verdún, Dresde o Hiroshima condujo a su rechazo como la peor de las enfermedades; los Estados se mostraban “resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha inflingido a la Humanidad sufrimientos indecibles” (Carta de las Naciones Unidas, 1945). Eliminar la guerra se convirtió en obsesión, pese a que un nuevo conflicto, a la sombra del arma nuclear, empujaba al ser humano a un abismo como nunca había conocido. Eso ya debió mostrar cómo los herederos del ábate Saint Pierre parecían actuar de espaldas a la realidad, pero estas contradicciones idealistas crecieron, alimentando las acusaciones de cinismo que los moralistas dirigían a los gobernantes.

Desde entonces, la comunidad internacional ha hecho de la prohibición de la guerra su más importante norma: “Todo Estado tiene el deber de abstenerse en sus relaciones internacionales de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial ( p. Ej. ONU, Resolución 2625, 24-10-1970). La guerra pasaba a estar prohibida, y quien la declaraba al margen de los tres supuestos onusinos pasaba a considerarse criminal. La guerra pasó a no ser reconocida, pero se mantuvieron las consideraciones humanitarias de los Convenios de Ginebra; eliminada la guerra como posibilidad, el ius in bello carecía ya de sentido; fue sustituido por el Derecho Internacional Humanitario, que se dirigía a unos contendientes a los que anteriormente había quitado el derecho a serlo.

Volviendo a Schmitt, pese a la criminalización de la guerra y el rechazo al viejo orden internacional, las consideraciones del ius in bello siguieron vigentes, aunque desgajadas ya de su sentido originario, esto es, el reconocimiento de la guerra; la guerra seguiría siendo acotada, diferenciada del tiempo de paz; la distinción entre combatiente y no combatiente se haría más necesaria, así como el empleo limitado de las armas. Pero el siglo de la postguerra era también el de la utopía universalista, el de la pacificación mundial, el de la sospecha del Estado y de las Fuerzas Armadas. Contradicción que en 1962 no pasó desapercibida al fino sentido de Schmitt:

“en la medida en que las convenciones aflojan o hasta cuestionan estas diferenciaciones esenciales, están abriendo la puerta para una especie de guerra que destruye conscientemente aquellas claras separaciones. El resultado es que después, cualquier normativa de compromiso estilizada con suma cautela aparece tan sólo como un estrecho puente tendido sobre un precipicio en cuyo fondo se esconde la peligrosa transformación de los conceptos de guerra, paz y guerrillero” (Op. Cit. Intr.)

Desde el momento en que la enemistad y la guerra quedaron prohibidas por las grandes ideologías en el Este y en el Oeste, la enemistad concreta quedó sepultada por la paz abstracta; si la guerra era un crimen, todo lo que de ella emanara carecía ya de sentido: El uso de las armas sólo se legitimaba en nombre de la paz internacional. Desde entonces no se han librado guerras en el planeta, al menos no de manera declarada y visible. Pero buscando la paz, diplomáticos y políticos no desterraron la guerra, sino que la oscurecieron: siendo la enemistad consustancial a la política, la enmascararon bajo ideales y en nombre de la humanidad. Hoy ya no existen guerras; pero existe una violencia que se desarrolla cada vez más al margen de las reglas que de ellas se desprenden.

En torno al combatiente irregular

Durante siglos, la guerra entre europeos estuvo acotada, limitada; el balance of power fijaba unas reglas que, sin embargo, no podían eliminar un más allá de las normas y costumbres, una negación que las acompañaba: “En todas las épocas de la humanidad, con su multiplicidad de guerras y de luchas, han existido reglas de guerra y de lucha, y a consecuencia de ello, también se produjo la violación y el desprecio de estas reglas” (Op. Cit. Intr)

Violación y desprecio de reglas que señalan una marginalidad más allá de la ley; es el espacio en el que encuentra sentido la figura del partisano, del guerrillero. La guerrilla, que nace en España ante la admiración de Clausewitz y los militares prusianos, puede ser entendida de dos maneras distintas; como cuerpo del ejército regular, caracterizado por la movilidad y agilidad pero ejército al fin y al cabo –y sujeto por tanto a las leyes de la guerra; o como abominación ilegal, hors la loi, fuera de la ley. En el primer caso, la irregularidad se presenta como algo táctico; en el segundo caso como algo político y jurídico.

Frente al combatiente regular, ninguna clemencia espera al combatiente irregular; situado fuera de la enemistad limitada entre Estados, lo está también del reconocimiento político entre ellos. Ninguna garantía asistía a quien era tratado como un delincuente y un criminal: “el guerrillero no posee los derechos y privilegios del combatiente; es un criminal según el Derecho Penal y está permitido neutralizarlo con castigos sumarios y medidas represivas” (Op. Cit. Intr). Para Schmitt, el riesgo se convierte de esta forma, en rasgo característico del guerrillero, y no puede, salvo contradicción, ser de otra manera; nada asegura la integridad y seguridad legal de quien se sitúa fuera de la ley.

Pero si la historia del siglo XX es la del progresivo rechazo de la enemistad política como algo posible, también es la historia de la deslegitimación del Estado y su sustitución por otros sujetos políticos, nación, pueblo, proletariado, humanidad; desconsuelo para realistas y optimismo para idealistas, la muerte sólo tiene sentido en nombre de los grandes ideales. Pero si el siglo XX cambió el concepto de guerra, también cambió el concepto del partisano o del guerrillero; mezcló dos conceptos y dos lógicas distintas, y en poco mejoró el comportamiento de las personas en tiempo de armas.

Al tiempo que la técnica proporcionaba medios de destrucción cada vez mayores, y la enemistad seguía siendo esencia de la política, las convenciones de La Haya y de Ginebra buscaron ampliar las garantías de los combatientes a los pueblos que sufrían la consecuencia de la guerra, y que en virtud de las grandes ideologías, parecían participar ya en las hostilidades; la nación en armas, poderoso instrumento de Napoleón, dio lugar al guerrillero español, legitimado a los ojos de los pensadores alemanes del momento como encarnación política y filosófica del pueblo. Desde entonces, el partisano, el guerrillero y el terrorista aparecen como la encarnación de unas ideas y conceptos que superaban con mucho a los objetivos limitados y negociables del siglo anterior. El siglo veinte negó la legitimidad de la enemistad política y afirmó la de las grandes ideologías, que extendían su lucha y ambición sobre todo el género humano.

Razón por la cual, La Haya y Ginebra constituyen también la relajación de la distinción entre paz y guerra y combatiente y no-combatiente; en sus ediciones, establecen las condiciones para que tanto la milicia como los que se oponen irregularmente a las tropas regulares reciban las garantías que asisten al combatiente. Para ello exige que el combatiente irregular adquiera algunas de las características del regular: Autoridad responsable, identificación visible, ostentación de armas, respeto de las reglas de la guerra. Milicias y levas populares entraban así a formar parte de la categoría reconocida como combatiente, en un intento por proteger de la guerra al mayor número posible de personas. Es decir, buscando extender las garantías de una guerra limitada a una hostilidad que se hacía ilimitada por momentos.

Pero haciéndolo así, se olvida que más allá de la regularidad, la irregularidad sigue siendo irreductible, y plantea un problema no solucionable. Como reconoce Schmitt, “el guerrillero es precisamente alguien que evita portar armas en forma ostensible, alguien que combate con emboscadas, alguien que utiliza tanto el uniforme del enemigo como signos de identificación fijos o removibles y toda clase de ropas civiles como camuflaje. El ocultamiento y la oscuridad son sus armas más potentes a las que honestamente no puede renunciar sin perder el espacio de la irregularidad; esto es: sin tener que dejar de ser guerrillero” (Op. Cit. Cap II)

Contradicción irresoluble; hacer ilimitadas las garantías de una concepción de la guerra limitada. Intento humanitario necesario, que olvidaba que las reglas de la guerra sólo eran posibles desde el reconocimiento de la enemistad y desde el reconocimiento de la común medida entre enemigos; pero éstos ya habían sido sustituidos el criminal, aquel que disparaba el primer tiro en la guerra o cruzaba primero la frontera. Pero éste era paradójicamente, el único portador de una regularidad jurídica de la que el nuevo partisano era su negación al tiempo que su destinatario: El Vietcong señaló a su enemigo, al que se exigió combatir al tiempo que respetar a quien despreciaba su desprecio. Así fue como Estados Unidos pasó a ser criminal en dos sentidos distintos.

Hostilidad absoluta; de Lenin a Guantánamo

Pero aún otra consideración vendría a sumarse a los problemas derivados de la distinción regular-irregular; la irrupción de la hostilidad absoluta ideológica. Las guerras decimonónicas, limitadas en el tiempo y en el espacio, repugnaban a Lenin tanto como soliviantaban; guerra entre regímenes burgueses esclavos de su propia naturaleza capitalista. La teoría es bien conocida; para el cabecilla bolchevique, las guerras no son sino la expresión inevitable de la avidez de recursos y de mercado del capitalismo. Pequeños incendios que perpetúan el régimen de propiedad, y que se presentan como históricamente irrelevantes.

Para Lenin la verdadera guerra es la guerra entre clases sociales, esto es, la Revolución: aquí es donde la historia se resuelve, y donde se muestra la verdadera enemistad, la del capitalismo. Evidentemente, tal resolución de la historia es exterior a la anticuada reglamentación de la guerra, producto burgués. Como consecuencia, el legado leninista señala la necesidad de barrer para siempre la guerra; pero la guerra contra la guerra se librará desde fuera de ella, libre de sus convencionales e interesadas reglas o no tendrá sentido. Es decir, será irregular. Y ello, según Schmitt, porque “la irregularidad de la lucha de clases no cuestiona a una línea sino a todo el edificio del orden social” (Teoría del partisano)

Estratégicamente, la llegada de las grandes ideologías funden al guerrillero y al terrorista con el pueblo, al que dice representar, y en el que habitualmente encuentra sustento; políticamente convierte al guerrillero español que lucha por expulsar al enemigo más allá de los Pirineos en depositario del progreso de la historia y del futuro de la humanidad. El irregular hoy no busca vencer al regular, sino aniquilar el orden social que lo sustenta. Y es en este punto donde el paso dado por Lenin parece fundirse con el proyecto yihadista que trae consigo su propia interpretación absoluta de la historia; ante los designios de ésta, poco parecen aportar las normas bélicas de una sociedad decadente. La distinción entre el marinero del USS Cole o el limpiacristales de las Torres Gemelas es irrelevante. El eterno guerrillero, convertido en portador de la justicia divina o humana, se transmuta en terrorista, y su objetivo y sus medios se vuelven totales.

El siglo XX es el siglo de la hostilidad absoluta; el siglo de Ben Laden es continuación de tal hostilidad. La enemistad absoluta desemboca en la violencia absoluta, la que hoy se estrella contra el World Trade Center o contra una discoteca de Bali. La imagen de los aviones estrellándose en Manhattan, la certera distribución de las mochilas bomba de Atocha, nos recuerdan dramáticamente que el diagnóstico schmittiano ha resultado preocupantemente certero en la era de Mohamed Atta y los suicidas de Leganés: “El guerrillero moderno no espera ni justicia ni clemencia por parte del enemigo. Se ha apartado de la enemistad convencional de la guerra mitigada y acotada, ingresando en el ámbito de otra enemistad, la verdadera enemistad, que se intensifica mediante el terror y el contra-terror hasta el aniquilamiento”(Op. Cit. Intr).

Hoy como antes, el irregular se enfrenta al regular desde la marginalidad. Pero la política absoluta de Clausewitz, ascendida a los extremos del nihilismo (Glucksmann), alumbra un nuevo guerrillero; una sociedad tecnificada y la asunción de una ideología absoluta separan a al-Qaeda de El Empecinado, hasta tal punto que se trata de dos figuras distintas; la lucha por la tierra, el carácter telúrico con el que Mao Tse-Tung hizo fortuna en China, ha dado paso al carácter trascendental de una política continuación de la voluntad divina por otros medios; es decir, el desprecio del orden social e internacional, de la ley y el orden conocidos. Enemistad absoluta en el siglo XXI que Schmitt ya intuyó a mediados del XX: “¿Quién impedirá que, de manera análoga pero infinitamente incrementada, aparezcan nuevas, inesperadas, especies de enemistad cuyo estallido produzca imprevistas formas de una nueva guerrilla?” (Op. Cit. Cap III)

De la teoría a la historia, el guerrillero que hostiga a los americanos en Afganistán o Irak o el terrorista que vuela discotecas en Bali o Tel Aviv, difieren ya del partisano perseguido por las tropas napoleónicas en las sierras ibéricas; las sucesivas convenciones de La Haya y Ginebra, la criminalización de la guerra, la política absoluta o el nihilismo los separan ya para siempre. Atta y El chino son producto de una enemistad total, que nació el siglo pasado y estalló en nuestras pantallas el 11S: “ese exterminio se vuelve completamente abstracto y completamente absoluto. No se dirige ya ni siquiera contra un enemigo sino que sirve tan sólo a la imposición supuestamente objetiva de valores supremos por los cuales, como se sabe, ningún precio a pagar es demasiado alto” (Op. Cit. Cap III)

Pero alejarse del límite hoy les permite saltarlo por encima; en el siglo del 11S y del 11M, las columnas yihadistas gozan de una protección que ningún combatiente irregular ha tenido jamás; el riesgo, característica esencial del partisano despojado de cualquier protección, desaparece para los detenidos en Kabul o Basora, a quienes sus captores otorgan, al menos teóricamente, el tratamiento de regular. La violencia del terrorista se ha hecho más absoluta; su protección, paradójicamente, también. Pero la barrera entre lo regular y lo irregular es metafísicamente indestructible; enseñanza heraclitiana hoy intacta, y que es patente para el marine acostumbrado a ser hostigado en las calles de Bagdag tanto como en las páginas de la prensa norteamericana y europea.

De esta forma, los efectos de las convenciones de La Haya y Ginebra se estrellan hoy contra los muros de Guantánamo: la protección de cualquier persona armada y su equiparación al combatiente legal “hace disminuir el riesgo del guerrillero, al cual le otorga la mayor cantidad posible de derechos y privilegios a costillas de la fuerza de ocupación”, afirma Schmitt hace más de cuarenta años. Y continúa, con una claridad premonitoria:


”No alcanzo a ver cómo pretenderá evitar con ello la lógica del terror y el contra-terror; a no ser que simplemente criminalice al enemigo militar del guerrillero. El conjunto es una altamente interesante cruza de dos status juridiques diferentes, concretamente: de combatiente y civil, con dos especies distintas de la guerra moderna” (Op. Cit. Intr.)

La ocupación de Irak pudiera no diferir de las ocupaciones clásicas, en las que el ocupante adquiere unos deberes (mantenimiento del orden existente, de las fuerzas de seguridad y de los servicios básicos) ante el ocupado; pero en la era del sentimiento nacional y de la construcción del Islam mítico, tal situación presenta un delicado equilibrio para los funcionarios, situados entre la necesidad de obedecer al ocupante y no traicionar a sus compatriotas ni a quienes se presentan como representantes de su religión. Problema irresoluble sin que, como insisten militares y analistas norteamericanos, se consiga ganar las mentes y los corazones iraquíes. Mientras tanto, la población parece condenada a brindar protección pasiva o activa al terrorista, y convertirse en rehén de una ideología que amenaza con tragársela.

Pero ¿cómo olvidar que la protección de la población es un fin en sí mismo en este recién estrenado siglo? Deber del ocupante en una guerra que no se reconoce como tal es proteger a la población resulta indispensable. Pero cuando el terrorista se esconde en los sótanos de Tikrit, entonces convengamos con Schmitt; “la protección brindada a una población así es potencialmente una protección al guerrillero”. Bajando de la teoría a la historia, los soldados americanos en Faluya necesitan proteger a la población tanto como capturar al terrorista que busca confundirse con ella. La postguerra iraquí nos muestra la certeza histórica que Schmitt también recuerda; cuanto más civilizado y sujeto a normas es un ejército, mayores problemas encuentra cuando una población civil no-uniformada participa del combate. Cuanto mayor es la regularidad y la legalidad, más alejada y extraña aparece la irregularidad y la ilegalidad a las que teóricamente, debe respetar.

Pero al tiempo, la regularidad trata de extenderse hacia la irregularidad; tratar a los guerrilleros y terroristas como uniformados está en el espíritu norteamericano tanto como en el de los europeos maestros de virtud. Así, los titubeos y bandazos de las tropas norteamericanas, las imágenes de Abu Ghraib y la anomalía de Guantánamo muestran el choque entre dos lógicas políticas distintas; los terroristas y guerrilleros antes hubiesen sido sumariamente juzgados y condenados sin discusión. Pero hoy la misma ley que desprecian les protege; avance humanitario que sin embargo no puede superar definitivamente la barrera entre unos y otros, dando lugar a indefiniciones políticas.

Equiparando al terrorista infiltrado en Afganistán con el marine que porta insignias y se ciñe a las reglas de ocupación, la comunidad internacional acaba criminalizando al enemigo del terrorista; éste no reconoce al guerrillero irregular, y al no hacerlo se convierte así mismo en criminal. Tal protección, en cualquier caso, no elimina la espiral de terror, en la medida en que el irregular continúa siendo irregular pese a que no sea reconocido como tal. Así las cosas, la mezcla de dos lógicas contradictorias, alumbra expresiones contradictorias; “enemigos combatientes” no parece ser sino una redundancia carente de significado. Siguiendo a Schmitt, todo combatiente es un enemigo reconocido, pero no todo enemigo es un combatiente; quien declara una enemistad absoluta a Occidente y a Estados Unidos se sitúa fuera de las reglas que definen y acogen al combatiente. Pero la conciencia humanitaria de Occidente ni puede ni desea hoy delimitar de nuevo esta barrera, y abre sus brazos jurídicos a quien no desea ser abrazado, en una lógica en la que parece desgastarse moralmente.

La desgracia del apresado en Kabul o Tora-Bora es que su lucha tiene un carácter voluntariamente y existencialmente anti-político o supra-político. La desgracia para las tropas aliadas es que la evolución de la historia y del derecho internacional ha mezclado dos lógicas contradictorias, y el resultado explosivo de dicha mezcla ha estallado precisamente en el momento más delicado; recibe el ataque violento del terrorista y el ataque político-moral de sus propias sociedades ante el espectáculo de Guantánamo. Así las cosas, el fanático captado por la ideología yihadista no parece mejorar su suerte más allá de la protección que, pese a su carácter irregular, le otorga Occidente. Al tiempo, Occidente no parece mejorar su suerte otorgando tal protección a quien se ha declarado su enemigo absoluto. En un mundo recién nacido, la indefinición política y diplomática desemboca en la incertidumbre jurídica del alqaedista y la perplejidad del político y el militar norteamericano. Éste deberá soportar el peso de la guerra tanto como el de la misión histórica de definir cómo y de qué forma concebir su propia negación.


Óscar Elía es Analista Adjunto del GEES en el Área de Pensamiento Político.

Grupo de Estudios Estratégicos (España)

 



Otras Notas del Autor
fecha
Título
19/05/2018|
05/12/2017|
18/05/2017|
30/08/2013|
22/06/2011|
22/06/2011|
22/11/2010|
21/05/2010|
19/04/2010|
27/03/2010|
30/10/2009|
31/10/2008|
31/10/2008|
15/10/2008|
15/10/2008|
02/08/2008|
02/08/2008|
29/07/2008|
29/07/2008|
23/07/2008|
23/07/2008|
25/12/2007|
13/12/2007|
17/10/2007|
10/10/2007|
31/07/2007|
26/01/2007|
26/01/2007|
11/01/2007|
11/01/2007|
11/01/2007|
11/01/2007|
11/11/2006|
17/03/2006|

ver + notas
 
Center for the Study of the Presidency
Freedom House