LA ya larga historia de las relaciones de Europa con Turquía tiene no poca similitud metafórica con el drama rural «La malquerida», que hace más de noventa años estrenó el premio Nobel español Jacinto Benavente.
Turquía fue reconocida como candidata para la ampliación de la UE en 1999, tras haber sido miembro asociado desde 1963. Pero hoy es el día en que todos dicen desear su ingreso, porque es un mercado apetecible de 71 millones de habitantes, pero ponen todas las trabas posibles para retrasarlo. En el drama rural hay una parte anecdótica llevada a una situación límite, el incesto, prohibida por los valores tradicionales, y otra más recóndita que exhibe la vulnerabilidad del ser humano. Y sólo cuando los móviles ocultos salen a la luz cobra sentido la coherencia interna del drama.
Los ministros de Asuntos Exteriores de la UE desbloquearon ayer la apertura del primer capítulo de las negociaciones de adhesión con Turquía, con la advertencia de que debe cumplir sus obligaciones. Pero ésa es la parte anecdótica referida a los valores tradicionales. Turquía ha suscrito el protocolo número 13 de la Convención Europea de Derechos Humanos sobre la abolición de la pena de muerte; ha aprobado una ley de prensa que trata de garantizar la libertad informativa; ha dado marcha atrás a un proyecto de ley que consideraba al adulterio como delito; ha aprobado una reforma de su Código Penal a favor de los derechos de la mujer.
Pero sigue sin erradicar la tortura en las comisarías; tiene un sistema político que deja fuera del Parlamento a los kurdos y las fuerzas progresistas; no ha reconocido formalmente el genocidio de armenios en 1915; mandan demasiado los militares; no ha llevado a cabo la retirada de sus fuerzas del norte de Chipre; no ha aceptado la legalidad de la República greco-chipriota, miembro de la UE desde mayo de 2005. Pero los móviles ocultos del frenazo a Turquía son otros: la falta de cohesión y coherencia en la ya inflada Europa de los 25.
