Fuimos el país que convirtió a un especulador hecho a golpe de influencias y chanchullos en un empresario modelo, y así acabó el tipo, con sus huesos en la Modelo. Es difícil ser más coherente. Durante años de Arcadia feliz, nos crecieron los Estivill, y los De La Rosa, y los Folchi, y las comisiones de obra pública, y los informes fantasmas, y los generosos comederos de asesores con las que se pagaban servicios prestados. Todo estaba tan bien hecho, a ambos lados de la plaza Sant Jaume, que Catalunya parecía un ente iluminado, extraño a la sordidez espuria que esconde, a menudo, la política. Pero nuestro oasis catalán era tan sucio como las aguas turbulentas de otras sociedades. La cuestión no es si teníamos o no corrupción. La cuestión es por qué la permitimos durante años, por qué la escondimos, por qué la justificamos, por qué fallamos todos en denunciarla.

Ahora la mierda estalla desde otro rincón del oasis, allí donde sólo oíamos finos acordes. Fèlix Millet, el rey indiscutible de la sociedad civil catalana, presidente del Orfeó desde 1978, vicepresidente del Liceu, de la Fundació del Barça hasta 1994, de Bankpyme, de la Agrupació Mútua del Comerç i la Indústria, y etcétera, acumuló decenas de cargos representativos, en los sectores más influyentes de la sociedad catalana, y fue merecedor, entre otros, de la Creu de Sant Jordi y de la Clau de Barcelona. Formó parte, pues, de lo más exquisito del pan con tomate catalán, y la cantidad de poder, influencia y dinero que movió, en los años de su reinado, fue tan ingente como notoria.

¿Cómo es posible, pues, según confesión propia publicada en La Vanguardia, que distrajera millones de euros de la entidad para beneficio propio? ¿Nadie se dio cuenta? ¿No hubo auditorías públicas, a tenor de los millones de euros que le daban las administraciones? ¿No había consejos de administración? ¿Todos sus miembros eran ciegos, sordos y mudos? ¿Era normal cobrar sueldazos como los que él mismo confiesa? Y así, hasta un infinito de preguntas que desembocan, todas ellas, en una única conclusión: o estamos gobernados por una pandilla de incompetentes, que regalan el dinero público como si fuera agua; o en algunas esferas del poder alguien sabía y alguien consentía. No queda mucho margen para opciones intermedias. Lo cual nos lleva a una conclusión peor: el oasis catalán no era tranquilo porque estaba limpio. Era tranquilo porque decidimos usar máscaras para no oler la pestilencia.