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10/11/2009 | Obama, el poder y la gloria

Pilar Rahola

El hombre electoralmente inmortal se hizo terrenal, y eso en el país que sacraliza el 'éxito' es pecado mortal.

 

Dicen que El poder y la gloria,la novela más cristiana de Graham Greene, fue su obra maestra, aunque personalmente prefiero el apasionante guión-novela de El tercer hombre,cuya magnífica película mantiene todo su esplendor. Pero es cierto que en The power and the glory,Greene tuvo la habilidad de confrontar el concepto de "poder", centrado en el poder del Estado, con el concepto más duradero de la "gloria", encarnado por la Iglesia católica. Y es cierto, también, que la confrontación resultó, en manos del escritor inglés, un ejercicio intelectual de una enorme sutileza narrativa. El poder y la gloria... Difícilmente se pueden alcanzar ambos estadios a la vez, porque uno niega al otro, hasta el punto de que el poder casi nunca da la gloria, y la gloria casi nunca surge del poder. Uno frente al otro, gana siempre la gloria, o al menos esa es la idea que Greene intenta transmitir en su bella novela. La ecuación es fácil: el poder es efímero; la gloria es duradera.

Obama entró en la Casa Blanca a caballo de la gloria. Triunfaba por encima de los orígenes y las ideologías, líder transversal de todas las esperanzas que convergían en la fatigada alma del pueblo norteamericano. Era todo esperanza y, en la medida en que su aureola era emocional, su gloria era infinita. Pero la Casa Blanca le hizo aterrizar abruptamente en las contradicciones del poder, y las esperanzas vírgenes se convirtieron en certezas contaminadas, no en vano el poder nunca es puro. Un año después, el hombre que tenía que restituir la dignidad de Guantánamo, aún no sabe qué hacer con ese limbo legal; el que prometía recuperar la economía, la mejora, pero se estrella en el muro del desempleo; el que recogía el guante clintoniano de la reforma sanitaria, sólo ha conseguido dividir ferozmente al país; el que tenía que acabar con el belicismo de la época Bush, se enfanga hasta el cuello en el atolladero de Afganistán; y si dialogar con Irán era la nueva panacea, ahora ya sabe que Irán le hace un corte de mangas con uranio enriquecido. Desde el despacho Oval, nada es tan flower como lo vendía, quizá porque el buenismo retórico siempre choca con el malismo de la realidad. Como bien se sabe, el populismo sirve para los mítines, pero nunca resuelve los complejos retos de un gobierno. Y así, el hombre que llegó sin poder, pero con gloria, empieza a tener poder, y a perder por ello la gloria.

Por supuesto, el fracaso demócrata en Virginia y en Nueva Jersey no es el final de nada, pero es el principio de un desencanto. Y aunque los republicanos sólo han conseguido levantar la cabeza y demostrar que no están en estampida, es evidente que han dado un contundente golpe en la mesa electoral. El hombre que parecía electoralmente inmortal se ha hecho terrenal. Es decir, vulnerable. Y eso, en el país que sacraliza el éxito hasta convertirlo en religión, es un pecado mortal. Ningún periódico norteamericano - ni los más antiobamistas-han hablado de fin de ciclo, pero todos, incluyendo los cercanos al Partido Demócrata, de toque de atención. Obama ya no es ese aire fresco que llegaba para cambiar el mundo. Ahora es un presidente que no sabe qué hacer con las guerras en las que está implicado, resulta incapaz de lidiar con los díscolos coreanos e iraníes, se arruga con Guantánamo y aún no ha conseguido cumplir ni una de sus promesas electorales. A un año de su mandato, el improvisado y forzado premio Nobel empieza a ser un presidente fallido. ¿Será que no era suficiente con las palabras bonitas para gobernar un mundo feo? ¿Será que algunas de las maldades de Bush eran, básicamente, el resultado de conflictos endémicos? ¿Será que las recetas obamistas estaban más huecas de lo que parecía? Quizá no. Quizá se trata sólo de tiempo. Tiempo para aprender, para volver a creer. Quizá. Pero aunar gloria con poder no es cosa de presidentes, sino de titanes. Y si algo ha demostrado Obama, a un año de la gloria, es que el poder lo ha convertido en mortal.

 

 

La Vanguardia (España)

 


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