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24/12/2009 | EE.UU.: ¿Transparencia para quién?

Juan Ramón Rallo

Según una mayoría de políticos y numerosos economistas, parte de la responsabilidad de la crisis actual nace de la falta de transparencia de nuestro sistema financiero. Muchos se dieron cuenta, a posteriori, de que los productos estructurados que todo el mundo estaba contratando eran demasiado complejos para que la gran masa de población los entendiera. La gente estaba comprando deuda subordinada de Lehman Brothers sin saberlo, de ahí que tras el colapso, lo perdiera todo sin ser demasiado consciente de ello.

 

La implicación que quiera hacerse de la reflexión anterior es que si la gran masa de población hubiese tenido acceso a toda la información, la habría sabido utilizar adecuadamente y se hubiese abstenido de comprar productos que en muchos casos sólo eran aire. Implicación que sin duda hace las delicias de todos esos cándidos economistas que se han rendido a esa abstracción llamada “hipótesis mercados eficientes”, esto es, la pirueta financiera que supone que los precios de mercado concentran toda la información disponible en todos los rincones del espacio intergaláctico desde que se prendiera la llamita del Big Bang; ese disparate teórico que deja inexplicadas las mayores fortunas del planeta por cuanto su estricto cumplimiento haría imposible que Warren Buffett ganara un centavo que no viniera justificado por un arrebato de riesgo.

Frente a ello, cabe simplemente reconocer que la capacidad del ser humano para captar, seleccionar, procesar y comprender información es limitada y por tanto que las decisiones de los seres humanos —y los precios son fruto de una decisión— son falibles. Más información no habría necesariamente arreglado el problema, y para comprenderlo sólo hace falta fijarse en el comportamiento reciente de la gente ante otras burbujas sobre activos algo más sencillos  —como la bolsa o los inmuebles.

La información que proporciona una empresa sobre su estado o sus productos debería ser la que le exijan sus accionistas o la que pacte con sus clientes. Ambos valoraran en cada momento sí creen estar suficientemente informados o si carecen de los datos necesarios para actuar sin asumir excesivos riesgos. Lo único que cabe exigirle a la empresa es que cuando proporcionan información, sea cierta.

Por desgracia, toda la avalancha de regulaciones públicas que se avecina simplemente va a multiplicar los costes y a reducir la autonomía de las empresas para adoptar su estrategia empresarial. Y como ya aprendimos con la ley Sarbanes Oxley, esto puede tener consecuencias negativas e inesperadas: que se pregunten por qué el volumen de recompras apalancadas de empresas —responsable en parte del elevado endeudamiento de muchas corporaciones estadounidenses— aumenta desde 2002 mucho más rápido en EE.UU. que en Europa y por qué las OPVs durante la crisis financiera fueron notablemente menores.

Lo llamativo del asunto no es ya la corta visión o la ausencia total de escrúpulos de nuestros gobernantes, sino su descarada hipocresía a la hora de proponer este tipo de reformas. Uno querría pensar que si se pretende obligar a las empresas a ser más transparentes a costa de su rentabilidad, los propios políticos aceptarían ser más transparentes a costa de su comodidad. Pero no. Hete aquí que, como ya creía Mandeville, los vicios privados se transforman en virtudes públicas. Lo que a los empresarios les resulta exigible, a los políticos les es excusable. Por ejemplo, ¿cuál es una de las entidades más opacas del mundo en relación con el poder que ostenta? Así, a bote pronto, se me ocurre la Reserva Federal, ese monopolio de emisión de la primera divisa mundial que no debe someter a auditoría ni los acuerdos alcanzados con otros bancos centrales, ni las deliberaciones de sus reuniones, ni las transacciones habituales de refinanciación de los bancos. ¿Y acaso piensan que su presidente, denodado defensor de un mayor control sobre el sector privado, está muy por la labor de que prospere esa valiente iniciativa legislativa encabezada por el congresista Ron Paul para arrojar cierta luz sobre su oscuro modus operandi?

Obviamente no. Hace poco, Bernanke escribía en el Washington Post que la aprobación de esa ley sólo serviría para “incrementar la influencia que la gente percibe que tiene el Congreso sobre la política monetaria, lo que socavaría la confianza que el público y los mercados depositan en la Fed para actuar a largo plazo en beneficio de la nación”. Por lo visto, Bernanke valora más su discreta autonomía para diseñar la política monetaria que la de los empresarios para perfilar sus estrategias y cree que también es más importante a la hora de “restaurar y sostener la recuperación económica”. Precisamente por descabelladas ideas como esta, de las que son presa por curso forzoso los estadounidenses, es por lo que sí tiene sentido auditar la Fed y exigirle más transparencia.

Mr. Bernanke, la verdad, nos habría sido tremendamente útil a los ciudadanos saber si cuando en 2005 proclamaba que no había ninguna burbuja inmobiliaria en EE.UU. mentía como un bellaco o se sinceraba como un ignorante. Lástima que no tuviéramos por entonces acceso a sus interesantes deliberaciones con Mr. Greenspan. Tal vez, por mucho que le pese, si la HR 1207 sale adelante, las cosas empiecen a cambiar.

El Cato (Estados Unidos)

 



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