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24/03/2011 | El descrédito del monetarismo

Juan Ramón Rallo

2010, lo sepan ellos o no, fue el año del descrédito del keynesianismo. Les entregamos cautivos y desarmados las llaves del reino para que nos sacaran de la depresión merced a sus planes de estímulo y, en el menos malo de los casos, sólo cosecharon fracasos absolutos; en el peor, quiebras soberanas.

 

Tal como van las cosas, todo parece indicar que 2011 será el año del descrédito del monetarismo. Tras el fracaso de los planes de estímulo fiscales, la única tecla intervencionista que quedaba por pulsar era la que venía apretando Bernanke desde 2009 con sus sucesivos Quantitative Easings: la expansión monetaria.

A nadie le extrañe semejante compenetración. Tanto monetaristas como keynesianos ubican los problemas de la economía en un mismo fenómeno: el atesoramiento. Cuando la demanda de dinero aumenta, la Ley de Say, dicen, deja de ser válida; habrá vendedores que no podrán dar salida a su mercancía, de modo que impagarán sus deudas, generando quiebras bancarias, deprimiendo aun más las perspectivas económicas y espoleando un mayor nivel de atesoramiento.

Ante el mismo diagnóstico, sin embargo, keynesianos y monetaristas abogan por soluciones distintas. Los primeros defienden que debe ser el Gobierno quien, a través del gasto público, adquiera todas las mercancías que, por culpa del atesoramiento, ahora no logran salida en los mercados. Los segundos, en cambio, proponen que el banco central aumente la oferta de dinero tanto como sea necesario para sustituir el dinero que se está atesorando; de este modo, sostienen, los agentes privados continuarán gastando al mismo ritmo que antes y por tanto la economía no encallará. Lo único que separa realmente a unos y otros, pues, es el tipo de receta que reputan óptima para reinflar la demanda agregada: ora gasto público a machamartillo, ora liquidez extraordinaria para el sector privado.

El error de ambos, empero, es el mismo: la crisis no viene causada por un problema de insuficiente demanda, sino por un colapso de la liquidez individual de los agentes que tiene su reflejo en un colapso de la liquidez del conjunto de la estructura productiva para readaptarse ante el descubrimiento de errores generalizados de inversión. Si los agentes no pueden mantener sus planes empresariales reajustándolos a las actuales circunstancias, sino que tienen que liquidarlos y finiquitarlos en numerosos casos, es porque han invertido a un plazo muy superior a aquel al que se han endeudado. Por análogos motivos, si el conjunto de planes empresariales no puede adaptarse al nuevo entorno, es porque la estructura productiva dispone de demasiadas pocas reservas de recursos productivos (en forma de planes empresariales muy fácilmente adaptables o prescindibles) para solucionar ipso facto los cuellos de botella existentes; esto es, porque los planes empresariales se han vuelto muy capital intensivos y ahora tienen un escaso margen para su reconversión en otros planes que produzcan bienes de consumo más rápidamente.

De ahí que contrarrestar los efectos del atesoramiento a través del arrollador gasto público o del falseado gasto privado sólo pueda conducir a que se acentúen los insostenibles desequilibrios que llevaron en primer lugar al colapso de la economía y luego a un incremento de la demanda de dinero. Así ha sucedido con la expansión crediticia que ha promovido Bernanke merced a sus sucesivas monetizaciones de deuda pública o privada: la liquidación y reconversión de las malas inversiones no ha sido todo lo profunda que tenía que ser, de modo que a poco que crece esa demanda agregada que presuntamente debía poner a la economía a pleno funcionamiento y dar ocupación a los millones de recursos ociosos, los cuellos de botella que jamás se fueron vuelven a aparecer, estrangulando rápidamente cualquier expectativa de crecimiento sostenible futuro.

 ¿Y cuál es ese cuello de botella que tanto le amarga la fiesta al presidente de la Fed? Justamente las materias primas: durante una década los agentes económicos, confundidos por un crédito artificialmente abaratado por los bancos centrales, hemos sobreinvertido en demasiados bienes de consumo muy duraderos y en demasiados bienes de capital muy alejados del consumo y hemos infrainvertido en la producción de materias primas. El reajuste que necesitamos ahora, tras la acumulación de las malas inversiones previas, es corregir ese desequilibrio: no tenemos un problema de falta de demanda agregada, sino de inadecuada provisión de la oferta. Los agentes demandan muy pocas viviendas y mucho petróleo, pero tenemos una estructura productiva especializada en producir muchas viviendas y muy poco petróleo; he ahí la catarsis que requerimos y que los intervencionistas de todas las corrientes se empeñan en entorpecer con el peregrino argumento de lograr una rápida, pronta (e imposible) recuperación sin dolorosa reconversión.

Pero la evidencia es la que es y las commodities no dan tregua. ¿Qué hará Bernanke ante la escalada de las materias primas? ¿Seguir cebando la demanda para que, como en 2008, se sigan encareciendo hasta abocar a la quiebra a numerosas familias y explotaciones empresariales? ¿Detener su obsesiva expansión crediticia reconociendo que alimentando la demanda sin corregir previamente la oferta no solucionamos nada? El monetarismo, como el keynesianismo, no tiene nada que ofrecer a la hora de facilitar la superación de la crisis. Más bien al contrario, las recetas de ambos sólo son deuda, inflación y nuevas malas inversiones; tres losas que únicamente prolongan nuestro estancamiento. Por el bien de todos —salvo el de aquellos que viven de vender una ideología oxidada—, convendría que fuéramos entendiéndolo: de 2009 a acá, Bernanke y Obama sólo nos han vuelto más pobres... mucho más pobres.

El Cato (Estados Unidos)

 



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