Su fracaso sería una tragedia para el mundo que toma como modelo de conducta al Viejo Continente.Hay algo especialmente apropiado en el hecho de que la actual crisis europea empezase en Grecia. Porque los males de Europa tienen todo el aspecto de una tragedia griega clásica, en la que un hombre de carácter noble encuentra su perdición por el defecto fatal del orgullo desmedido.
Hace no
mucho, los europeos podían, de manera bastante justificada, afirmar que la
actual crisis económica estaba demostrando realmente las ventajas de su modelo
económico y social. En gran parte de Europa, las normas que regían el despido
de los trabajadores ayudaban a limitar la pérdida de empleos, mientras que los
sólidos programas de bienestar social garantizaban que incluso los parados
mantuviesen su asistencia sanitaria y recibiesen unos ingresos básicos. Puede
que el producto interior bruto de Europa estuviera cayendo tanto como el de
Estados Unidos, pero los europeos no estaban sufriendo ni de lejos el mismo
grado de miseria. Y la verdad es que siguen sin sufrirlo.
Sin
embargo, Europa padece una crisis profunda; porque el logro del que está más
orgullosa, la moneda única adoptada por la mayoría de los países europeos, está
ahora en peligro. Lo que es más, cada vez se parece más a una trampa. Irlanda,
aclamado como el Tigre celta no hace mucho tiempo, ahora está luchando para
evitar la quiebra. España, una economía en auge hasta hace pocos años, ahora
tiene un 20% de desempleo y se enfrenta a la perspectiva de años de deflación
dolorosa y agotadora.
Se
suponía que la creación del euro era el momento más sublime de una grandiosa y
noble empresa: el esfuerzo realizado durante generaciones para traer la paz, la
democracia y la prosperidad compartida a un continente antes y a menudo
desgarrado por la guerra. Pero los arquitectos del euro, atrapados por la
magnitud y el romanticismo de su proyecto, decidieron ignorar las dificultades
mundanas con las que una moneda compartida previsiblemente se encontraría.
La
consecuencia es una tragedia no solo para Europa sino también para el mundo,
para el que Europa es un modelo de conducta crucial. ¿Cómo ha ocurrido esto?
El
camino hacia el euro
Todo
empezó con el carbón y el acero. El 9 de mayo de 1950 -una fecha cuyo
aniversario se celebra ahora como el Día de Europa-, Robert Schuman, el
ministro de Asuntos Exteriores francés, propuso que su país y Alemania
Occidental aunaran sus producciones de carbón y acero. Fue el primer paso en el
camino hacia una "federación de Europa" que, en última instancia, se
convertiría en una unión aduanera dentro de la cual se comerciaba libremente
con todos los bienes. Luego, a medida que la democracia se extendió por Europa,
también lo hicieron las instituciones económicas unificadoras europeas.
En los
años ochenta y noventa, Europa se puso manos a la obra para eliminar muchos de
los obstáculos que aún impedían la plena integración económica. Las fronteras
se abrieron; se garantizó la libre circulación de las personas; y las normas
sobre los productos, la seguridad y los alimentos se armonizaron. Se proclamó
que la creación del euro era el siguiente paso lógico de este proceso.
Las
ventajas de una moneda única europea eran evidentes. No más necesidad de
cambiar dinero al llegar a otro país; no más incertidumbre por parte de los
importadores sobre lo que un contrato terminaría costando realmente, ni por
parte de los exportadores sobre lo que realmente valdría el pago prometido.
Mientras tanto, la moneda compartida reforzaría la sensación de unidad europea.
Por otro
lado, formar una unión monetaria significa sacrificar la flexibilidad. ¿Hasta
qué punto es grave es esta pérdida? Eso depende. Fijémonos en lo que, en
principio, parece una comparación extraña entre dos economías pequeñas con
problemas.
Dejando
a un lado el clima, el paisaje y la historia, la República de Irlanda y el
Estado de Nevada tienen mucho en común. Ambas son economías pequeñas de unos
pocos millones de personas enormemente dependientes de la venta de productos y
servicios a sus vecinos. Ambas fueron economías en expansión durante la mayor
parte de la década pasada. Ambas padecieron enormes burbujas inmobiliarias, que
estallaron y causaron mucho dolor. Ambas padecen ahora un paro de alrededor del
14%. Y ambas son miembros de uniones monetarias más grandes: Irlanda forma
parte de la zona euro y Nevada, de la zona dólar. Pero la situación de Nevada
es mucho menos desesperada que la de Irlanda.
Es
cierto que los presupuestos tanto de Irlanda como de Nevada han sufrido un duro
golpe por culpa de la crisis. Pero gran parte del dinero que se gasta en los
habitantes de Nevada proviene de programas federales, no estatales. En
concreto, los jubilados no tienen que preocuparse porque la reducción de la
recaudación de impuestos del Estado vaya a poner en peligro sus cheques de la
Seguridad Social o su cobertura de Medicare. En Irlanda, por el contrario,
tanto las pensiones como el gasto en sanidad están a punto de sufrir recortes.
Además,
Nevada, a diferencia de Irlanda, no tiene que preocuparse por el coste de los
rescates bancarios, no porque el Estado haya escapado a las grandes pérdidas de
préstamos, sino porque esas pérdidas, en su mayoría, estarán cubiertas por
Washington.
Y es
probable que el problema del paro de Nevada se vea aliviado en gran medida
durante los próximos años gracias a la emigración; de manera que, incluso si
los puestos de trabajo no vuelven, habrá menos trabajadores en busca de los
empleos que queden.
Europa,
por otro lado, no está integrada fiscalmente: los contribuyentes alemanes no
corren automáticamente con parte de los gastos de las pensiones griegas o los
rescates bancarios irlandeses. Y aunque los europeos tienen el derecho legal de
moverse libremente para buscar trabajo, en la práctica, una integración
cultural imperfecta -sobre todo la falta de un idioma común- hace que los
trabajadores tengan menos movilidad geográfica que sus homólogos estadounidenses.
Estados
Unidos, como sabemos, tiene una unión monetaria que funciona, y sabemos por qué
funciona: porque coincide con un país: un país con un Gobierno central grande,
un idioma común y una cultura compartida. Europa no tiene ninguna de estas cosas,
lo cual ha hecho que las perspectivas de una moneda única fueran inciertas
desde el principio.
Euroforia,
eurocrisis
El euro
nació oficialmente el 1 de enero de 1999. Al principio, era una moneda virtual:
las cuentas bancarias y las transferencias electrónicas se expresaban en euros,
pero la gente seguía teniendo francos, marcos y liras en sus carteras. Tres
años después, se llevó a cabo la transición final y el euro se convirtió en el
dinero de Europa.
El
mercado de eurobonos empezó a rivalizar pronto con el mercado de bonos en
dólares; los pagarés en euros empezaron a circular por todo el mundo. Y la
creación del euro infundió una nueva sensación de confianza, especialmente a
aquellos países europeos que históricamente habían sido considerados riesgos de
inversión. Hasta más tarde que resultó evidente que este aumento de la
confianza era el cebo de una trampa peligrosa.
Grecia,
con su larga historia de impagos de deudas y rachas de inflación elevada, era
el ejemplo más llamativo. Hasta finales de los años noventa, la historia fiscal
de Grecia quedaba reflejada en el rendimiento de sus bonos: los inversores solo
compraban bonos emitidos por el Gobierno griego si estos ofrecían unos
intereses mucho más altos que los bonos emitidos por gobiernos considerados
apuestas seguras, como Alemania. Sin embargo, a medida que el estreno del euro
se acercaba, la prima de riesgo de los bonos griegos se desvanecía. Después de
todo, se razonaba, la deuda griega pronto sería inmune a los peligros de la
inflación: el Banco Central Europeo procuraría que así fuese.
De
hecho, a mediados de la década de 2000, casi todo el miedo a los males fiscales
específicos de un país había desaparecido de la escena europea. A medida que
los tipos de interés convergían en toda Europa, los que antes eran países con
tipos de interés elevados se dejaron llevar, como era de prever, por el frenesí
del préstamo. (Merece la pena señalar que este frenesí del préstamo estaba
financiado por bancos de Alemania y de otros países con tipos de interés
tradicionalmente bajos; esa es la razón por la que los actuales problemas de
deuda de la periferia europea son también un gran problema para el sistema
bancario europeo en su conjunto).
Y
entonces, estalló la burbuja
Todavía
se oye a la gente hablar de la crisis económica mundial de 2008 como si fuese
algo fabricado en Estados Unidos. Pero Europa merece cargar con la misma
responsabilidad. Nosotros teníamos nuestros prestatarios de alto riesgo, que
decidieron firmar hipotecas demasiado elevadas para sus ingresos o fueron
engañados para que lo hicieran; los europeos tenían sus economías periféricas
que, de forma similar, tomaron prestado mucho más dinero del que realmente
podían permitirse devolver.
En
Grecia, la historia es sencilla: durante los años de los préstamos fáciles, el
Gobierno conservador de Grecia asumió una gran deuda (más de la que reconocía).
Cuando el Gobierno cambió de manos en 2009, las ficciones contables salieron a
la luz; de repente, se descubrió que Grecia tenía un déficit mucho mayor y una
deuda considerablemente superior de lo que todo el mundo pensaba. Los
inversores, comprensiblemente, emprendieron la huida.
Pero
Grecia es en realidad un caso poco representativo. Hace solo unos años, España,
con diferencia la mayor de las economías en crisis, era un ciudadano europeo
modélico, con un presupuesto equilibrado y una deuda pública aproximadamente la
mitad de grande, expresada como porcentaje del PIB, que la de Alemania. Lo mismo
se podía decir de Irlanda. ¿Qué fue lo que salió mal?
En
primer lugar, se produjo un grave revés fiscal a causa de la crisis. Los
ingresos se hundieron en España e Irlanda y, a medida que subió el paro,
también lo hizo el coste de las prestaciones por desempleo. Como consecuencia,
tanto España como Irlanda pasaron de superávits presupuestarios justo antes de
la crisis a enormes déficits presupuestarios en 2009.
Luego
estaban los costes de la limpieza financiera. Estos han sido especialmente
agobiantes en Irlanda, donde los bancos se descontrolaron durante los años del
boom. Cuando la burbuja estalló, se sospechó inmediatamente de la solvencia de
los bancos irlandeses. En un intento por impedir un ataque masivo contra el
sistema financiero, el Gobierno de Irlanda garantizó todas las deudas bancarias
(lo que cargó al Gobierno con esas deudas e hizo que se cuestionase su
solvencia). En comparación, los grandes bancos españoles estaban bien
regulados, pero había y hay una gran inquietud respecto al estado de las cajas
de ahorro más pequeñas, y preocupación sobre cuánto tendrá que gastar el
Gobierno español para evitar que quiebren.
En el
transcurso del último año más o menos, primero Grecia y luego Irlanda se vieron
atrapadas en un círculo vicioso financiero: a medida que los posibles
prestamistas perdían la confianza, los tipos de interés que tenían que pagar
por la deuda aumentaban, lo que socavaba sus perspectivas futuras, lo cual
conducía a una pérdida mayor de confianza y a tipos de interés aún más altos. Los
países europeos más fuertes solo consiguieron evitar una implosión inmediata
proporcionando a Grecia e Irlanda líneas de crédito de emergencia, lo que les
permitió esquivar temporalmente los mercados privados. ¿Pero cómo se va a
resolver todo esto?
Cuatro
líneas argumentales europeas
Algunos
economistas, entre ellos yo mismo, observamos los males de Europa y tenemos la
sensación de que hemos visto esta película antes, hace una década en otro
continente: concretamente en Argentina.
A
diferencia de España o Grecia, Argentina nunca renunció a su moneda, pero en
1991 hizo la siguiente mejor cosa posible: vinculó rígidamente su moneda al
dólar estadounidense, y creó una "caja de conversión" según la cual
cada peso en circulación estaba respaldado por un dólar de las reservas.
Durante gran parte de los años noventa, Argentina se vio recompensada con unos
tipos de interés mucho más bajos y grandes entradas de capital extranjero.
Sin
embargo, Argentina acabó cayendo en una persistente recesión y perdió la confianza
de los inversores. Hacia principios de 2002, después de airadas manifestaciones
y una retirada masiva de los bancos, todo se había ido al garete. El vínculo
entre el peso y el dólar se rompió, mientras el valor del peso caía en picado;
entretanto, Argentina dejó de pagar sus deudas y terminó pagando solo unos 35
céntimos por cada dólar.
Es
difícil evitar la sospecha de que el futuro podría deparar algo similar a una o
más de las economías problemáticas de Europa.
Tal como
yo lo veo, hay cuatro modos en que la crisis europea podría remitir (y podría
remitir de manera diferente en los distintos países):
-
Resistir: cabe la posibilidad de que las economías europeas puedan tranquilizar
a los acreedores mostrando la voluntad suficiente para soportar el dolor y
evitar así el impago y la devaluación. Los modelos de conducta en este caso son
los países bálticos, Estonia, Lituania y Letonia, que han estado dispuestos a
soportar una austeridad fiscal muy dura mientras los salarios se reducen poco a
poco con la esperanza de restaurar la competitividad (un proceso conocido como
"devaluación interna").
Hasta
cierto punto, los países bálticos han conseguido tranquilizar a los mercados,
que ahora los consideran menos arriesgados que Irlanda, y no digamos que Grecia.
Pero todos los indicios apuntan a que pasarán muchos años antes de que
recuperen el terreno perdido.
-
Reestructuración de la deuda: los inversores no esperan que Grecia e Irlanda
paguen sus deudas por completo. Esperan alguna clase de reestructuración de la
deuda, aunque ello no pondría fin de ningún modo al sufrimiento de las
economías en dificultades. Fijémonos en Grecia: aun cuando el Gobierno se
negase a reconocer toda su deuda, todavía tendría que recortar drásticamente el
gasto y subir los impuestos para equilibrar su presupuesto, y todavía tendría
que padecer el dolor de la deflación. Pero una reestructuración de la deuda
podría terminar con el círculo vicioso de la caída de la confianza y la subida
de los costes del interés, lo que convertiría la devaluación interna en una
estrategia viable aunque atroz.
- La
estrategia argentina completa: Argentina no solamente dejó de pagar su deuda
externa; también abandonó su vínculo con el dólar, lo que permitió que el valor
del peso cayese más de dos tercios. Y esta devaluación funcionó: a partir de
2003, Argentina experimentó una rápida recuperación económica impulsada por la
exportación.
¿Seguirán
el mismo camino uno o más de los países europeos con problemas? Para ello,
tendrían que superar un gran obstáculo: el hecho de que ya no tienen sus
propias monedas. Como señalaba Barry Eichengreen, de Berkeley, en un influyente
análisis de 2007, cualquier país de la eurozona que insinuase siquiera que iba
a abandonar la moneda, desencadenaría una devastadora retirada masiva de sus
bancos, al apresurarse los depositantes a trasladar sus fondos a lugares más
seguros. Y Eichengreen concluía diciendo que este obstáculo
"procedimental" que impide la salida hacía que el euro fuera
irreversible.
Pero
también se suponía que la vinculación con el dólar de Argentina iba a ser
irreversible, y lo que al final hizo posible la devaluación fue el hecho de que
hubo una retirada masiva de los bancos a pesar de la insistencia del Gobierno
en que un peso siempre valdría un dólar. Esta retirada obligó al Gobierno
argentino a limitar el dinero que se podía sacar y, una vez que estos límites
entraron en vigor, fue posible cambiar el valor del peso sin desencadenar una
segunda retirada masiva. En Europa no ha pasado nada parecido (todavía). Pero
sin duda es algo que está dentro de lo posible, especialmente a medida que el
sufrimiento causado por la austeridad y la devaluación interna se prolongue.
-
Europeísmo reavivado: a principios de diciembre, Jean-Claude Juncker, el primer
ministro de Luxemburgo, y Giulio Tremonti, el ministro de Economía de Italia,
desataron una tormenta con su propuesta de crear "eurobonos" que
serían emitidos por un organismo de deuda europeo a instancias de los países
europeos individuales. Como estos bonos estarían garantizados por la Unión
Europea en conjunto, brindarían a las economías con problemas un modo de evitar
los círculos viciosos del declive de la confianza y el aumento del coste de los
préstamos. Por otra parte, esos bonos podrían exponer a unos Gobiernos a las
deudas de otros (un inconveniente que los furiosos funcionarios alemanes se
apresuraron a señalar). Los alemanes defienden con firmeza que Europa no debe
convertirse en una "unión de transferencias" en la que los Gobiernos
y los países más fuertes proporcionen ayuda sistemáticamente a los más débiles.
Pero como demuestra la comparación entre Irlanda y Nevada, Estados Unidos
funciona como una unión monetaria en gran parte precisamente porque también es
una unión de transferencias, en la cual los Estados que no han quebrado ayudan
a los que sí. Y resulta difícil vislumbrar un modo de que el euro funcione a
menos que Europa encuentre la manera de lograr algo similar. Un fracaso del
euro representaría un golpe posiblemente irreversible para las esperanzas de
una verdadera federación europea. ¿Permitirán los países fuertes de Europa que
eso suceda? ¿O asumirán la responsabilidad, y posiblemente el coste, de ser los
guardianes de sus vecinos? El mundo entero espera la respuesta.
**Paul
Krugman es profesor de Economía en Princeton y premio Nobel de Economía de
2008. Su último libro es El retorno de la economía de la depresión y la crisis
de 2008. © The New York Times Magazine 2011. Distributed by The New York
Times Syndicate. Traducción de News Clips.