Es curioso que en el momento de tomar una posición firme en defensa de los derechos humanos el gobierno argentino, que se jacta de ser algo así como el campeón del mundo en la materia, se limite a mostrar apenas preocupación por el baño de sangre en Libia y, después, sólo se anime a copatrocinar una sesión especial convocada por la Alta Comisionada para los Derechos Humanos, prevista para mañana, en lugar de condenar como corresponde, y sin medias tintas, a quien plantea desde el poder, que ejerce desde hace 41 años, la brutal represión de los opositores.

Esa señal de neutralidad frente a otra violación lisa y llana de los derechos humanos demuestra las convicciones de un gobierno que se enorgullece de ser el más abocado a la defensa de la vida de las personas en la historia, pero cuando debe defenderlos evalúa el riesgo político incluso en circunstancias fáciles de calibrar, como el abuso de un ejército pertrechado hasta los dientes contra un pueblo indefenso que clama por libertad, justicia y oportunidades para un futuro incierto.

Mientras la Unión Europea espabila con la amenaza de sancionar al líder de Libia, Muammar Khadafy, en respuesta a la represión de las protestas en ese país después de haberse mostrado dubitativa frente a las crisis de Túnez y Egipto, el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, es duramente criticado por la oposición republicana debido a su virtual tibieza. No ocurrió lo mismo con los gobiernos de Brasil, Chile y Perú, decididos a condenar la masacre. A su vez, Hugo Chávez, Daniel Ortega y Raúl y Fidel Castro se han mostrado solidarios con el tirano en apuros.

Es fácil criticar hoy a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner por haber ido de gira nada menos que a Argelia, Túnez, Egipto y Libia en noviembre de 2008 y, desde luego, por haber elogiado a sus anfitriones.

Quizás haya pensado que era normal encontrarse con mandatarios con tres y cuatro décadas en el poder, sin visos de apertura democrática bajo sus suelas, con pueblos que no reclamaban en ese momento por temor a las represalias. O quizás haya sido sincera al equipararse con Khadafy por haber sido ambos, según expresó entonces, "militantes políticos desde muy jóvenes" que "hemos abrazado ideas y convicciones muy fuertes y con un sesgo fuertemente cuestionador del statu quo que siempre se quiere imponer para que nada cambie y nada pueda transformarse".

En ese momento, esas palabras pudieron ser un halago al paso para el dictador libio. Hoy son un capital político en tanto el gobierno argentino, lejos de mostrarse realmente preocupado por las víctimas que arroja una contienda despareja en un país dominado por un solo hombre, apenas esboza declaraciones de circunstancia por ignorancia, temor o conveniencia. No se puede predicar una cosa y hacer otra, así como tampoco se pueden declamar determinados principios cuando, en realidad, no se tienen.

No asumir la defensa a ultranza de Khadafy que han hecho Venezuela, Nicaragua y Cuba ni condenar su proceder como han hecho Brasil, Chile y Perú pone a la Argentina en un papel de segunda bandeja, arriba, en el concierto internacional. Es inverosímil que, frente a la cantidad de muertos y heridos, todo se resuma en la preocupación por los hechos sin arriesgar una posición concreta. La Argentina es un país más, pero no por ello deja de ser importante su voz.

¿Sólo alza la voz el Gobierno cuando se mofa del "efecto jazz" que dejó un tendal de gente en la pobreza en los Estados Unidos o cuando exagera hasta adquirir matices circenses la incautación de material sensible de un avión militar norteamericano? ¿Por qué no exhibe tanto coraje en esta ocasión como cuando defenestra a los opositores internos? De nada vale que exprese su "profunda ?preocupación por las graves violaciones de los derechos humanos en Libia" si no es capaz de ponerse en los zapatos de quienes están padeciendo el azote de una dictadura.

Preocupada está toda la comunidad internacional. Es evidente que la Argentina, acaso dependiente de Chávez no sólo para préstamos caros, no puede cruzar la vereda de la sensatez. Y es evidente también que prefiere declamar aquello que, en realidad, es oportuno, como la defensa de los derechos humanos, en su mezquino afán de llevar sólo agua para su molino en la faz doméstica.

El doble rasero, al igual que la tibieza, siempre se paga caro. Más aún con un dictador en decadencia que, de seguir la senda del tunecino Ben Alí y del egipcio Mubarak, pronto irá a parar al basurero de la historia y, en un año electoral en la Argentina, seguramente no aportará ningún beneficio de inventario.