Para toda la comunidad estratégica occidental, esa que sigue apegada a las imágenes y conceptos de la Guerra Fría, la invasión rusa de Ucrania ha traído buenas nuevas para la OTAN, una organización defensiva que languidecía por la dejadez de sus miembros, el desinterés de su miembro principal, los Estados Unidos, así como por asalto de los infatigables defensores de una autonomía europea en materia de seguridad y defensa (esencialmente los franceses y los socialistas españoles).
La prueba de ese chute de ilusión estratégica sería la
petición de acceso a la Alianza por parte de dos países occidentales en su
naturaleza, pero hasta ahora neutrales por su idiosincrasia estratégica: Suecia
y Finlandia. Pero ¿por qué esta nueva
ola de ampliación de la OTAN es más importante que las anteriores? Recordemos
que la Alianza se abrió a los centroeuropeos con la adhesión de Polonia,
Hungría y la entonces Checoeslovaquia en 1999; siguió en 2004 con los tres
países bálticos y se aceptó a Eslovenia, Eslovaquia, Bulgaria y Rumanía; en
2009, Albania y Croacia; y, finalmente, en 2017 y 2020, Montenegro y Macedonia
respectivamente.
La diferencia esencial entre todas esas adhesiones y las
de ahora, se dice, es que las anteriores en realidad lo que perseguían eras una
normalización institucional. Llegaban a la OTAN no motivados por una sensación
de amenaza de la que defenderse colectivamente, sino como un paso más hacia su
objetivo último, el acceso a la Unión Europea, mucho más relevante para su desarrollo
económico. Ahora por contra estos dos países nórdicos cambian de postura y
llegan a la OTAN por una razón estratégica clave. Se sienten amenazados por
Rusia y creen que dentro de la organización sus intereses defensivos estarán
mejor protegidos que fuera de ella.
Lo que no dicen los defensores a ultranza de una
organización a la que consideraban obsoleta personajes tan dispares como Trump
y Macron, es que si Suecia y Finlandia entran en la Alianza es porque confían
más en las garantías militares de América que la que sus socios europeos
podrían brindarles. De hecho, no piden
que la UE se dote de un ejército al que contribuir. En realidad, entran por el
espejismo levantado por los errores de Joe Biden respecto a Ucrania, pues con
su agresiva retórica en apoyo de Kiev, la ayuda militar, y las críticas
abiertas a Putin, les han llevado a creer que Estados Unidos vuelve a poner su
foco en Europa. Pero se equivocan. Ucrania es una distracción pasajera y el
Oriente lejano (China y parte del Pacífico) seguirá determinando la orientación
defensiva norteamericana. En un par de años Suecia y Finlandia sabrán del coste
de estar en la OTAN y el poco valor que sacarán de la organización.
Salvo -y es un salvo nada desdeñable- logren reorientar a
toda la OTAN hacia el norte, las fronteras con Rusia y, sobre todo, el mar
ártico, su zona de preocupación estratégica.
Y no es imposible que lo consigan dado que la OTAN ha dado sobradas
muestras de que fue creada para combatir una posible expansión soviética y que
sólo frente a Rusia es capaz de movilizarse adecuadamente. Cualquier otro
experimento que ha intentado, desde Afganistán a Libia, pasando por Irak ha
sido un patético fracaso.
A finales de este mes de junio, la OTAN celebrará una de
sus rimbombantes cumbres al más alto nivel.
Estoy seguro de que nuestro flamante presidente no perderá ocasión de
publicitarse en todos los medios, le reciba o no quien de verdad manda, Biden.
A Sánchez sólo le interesa su propia imagen y poco le importa que se pueda consagrar
en Madrid el giro estratégico aliado que prime el norte en detrimento del sur,
donde nosotros estamos y nos jugamos el futuro.
Es verdad que, por primera vez desde el final de la
Guerra Fría, esta nueva ampliación será de países que pueden aportar más
capacidades militares frente a las anteriores donde la OTAN aceptaba a
consumidores netos de seguridad. Pero precisamente por eso veremos cómo se
llevan paulatinamente el gato a sus aguas. Al final, los españoles acabaremos
pagando parte de la factura de su defensa, como ya hacemos con los Bálticos. Al
tiempo. Es lo que cuesta la foto de la cumbre y la sonrisa de Sánchez.