Norteamérica, a diferencia de Europa, no evolucionó de un pueblo, esto es, una nación, a una Nación-Estado. O, como se dice actualmente, a un estado nacional. Mientras que España, por poner un ejemplo, existía como pueblo y como nación antes de los Reyes Católicos, será bajo estos que se dota de un estado como único aparato jurídico-administrativo. Por el contrario, América se hará partiendo de la base de los Estados pre-existentes -los estados fundadores- que decidirán sobre qué estructura política construir la nación americana, la federal o la confederal.
Puede parecer baladí o un ejercicio meramente académico
sacar a relucir tal distinción, pero, en la práctica, no lo es. Una nación es
un pueblo con un pasado común, basado en sus propias tradiciones y usos, sobre
un territorio definido y que, además, comparte un destino, esto es, una idea de
a dónde quiere ir. En la vieja Europa, todo ese bagaje se llevaba a cuestas de
manera natural, tras siglos de convivencia. En América, todo era nuevo:
población de procedencia muy diversa; lenguas de origen distintas; sentimientos
religiosos diversos; recuerdos y experiencias dispares. Eso sí, les unía un
mismo deseo de escapar de las tiranías y monarquías europeas y de valerse por
ellos mismo. De ahí que si bien los padres fundadores supieron y pudieron
acordar la forma política que les gobernase tras su independencia, no se
pudieron plantear la creación de su propia historia nacional.
De hecho, los Estados Unidos de América desarrollarán en
paralelo dos historias nacionales, la del norte y la del sur que sólo y malamente
se fusionarán con la sangrienta guerra civil y la derrota del Sur. Y digo
malamente porque con el actual auge de la Teoría Crítica de la Raza (CRT) y la
consiguiente estigmatización y condena de todo lo que huele a blanco, hay quien
ha vanamente intentado, como el famoso New York Times, cambiar el celebrado 4
de julio de 1776, día de la firma de la declaración de independencia, por
agosto de 1619, mes donde llegó a tierras americanas el primer barco
esclavista. Esto es, frente a una historia de progreso, modernización y
liderazgo internacional, de lucha por la igualdad de derechos, de desarrollo de
las clases medias, de acceso a la educación, se quiere imponer otra visión
alternativa, basada exclusivamente en los hechos más oscuros de cualquier nación.
Y en este caso concreto, el nacimiento en el pecado original de la esclavitud.
Dos formas opuestas de mirar el pasado de América y absolutamente e enfrentadas
para llevar adelante un proyecto común hacia el futuro.
La izquierda americana ha logrado, sobre todo desde la
indoctrinación de las universidades, que los elementos de odio hacia uno mismo
sean prevalentes sobre el orgullo patrio. Todos los males del mundo, de la
pobreza, a la tiranía, se deben a algo que ha hecho o no ha hecho Estados
Unidos. Y no sólo es una cuestión racial donde todo lo que no sea negro no
importa. También se ha sostenido un ataque directo a la familia tradicional,
padre, madre e hijos. Ayudado, también
hay que decirlo, por la extrema individualidad que promueve el protestantismo.
Por último, el socialismo ha lanzado una cruzada contra la esencia económica de
América, la libre empresa y el mercado, apoyado en los defectos del
neoliberalismo y el capitalismo de amiguetes que ha colocado siempre el interés
de las grandes corporaciones sobre los de los ciudadanos y que hace más difícil
la realización del sueño americano donde el que vale y se esfuerza, triunfa.
Ante esta situación la población hispana cobra una nueva
relevancia: educada en la tradición de sus orígenes, normalmente de mayoría
católica, con la familia en el centro de su vida social, es un muro natural de
contención de la desagregación y tribalización con los que la izquierda
pretende dominar el país. Cierto, hay que adoptar la lengua inglesa, porque
también la lengua da sentido y define lo que es una nación, pero ese es un
precio aceptable a cambio de una mayor importancia social y política. América
está dividida entre progresismo y tradicionalismo. Del tradicionalismo sabemos
sus defectos y cómo adaptarlo a los retos del Siglo XXI. Del progresismo
conocemos que no ha funcionado en ninguna parte y que siempre, a pesar de los
tentadores cantos de sirena, conduce a mayor pobreza, menos libertades, más
intolerancia y la sumisión del individuo y la familia a unas elites que se
creen que lo saben todo pero que, en realidad, sólo protegen sus intereses.
El futuro de América se encuentra ante una encrucijada.
Hay que pensarse muy bien quienes representan los valores de una América unida
-de desarrollo económico, de innovación tecnológica, de libertad de la persona
y de un gobierno reducido-, para el futuro o los valores de odio racial,
feminismo anti-vida, confusión sexual, más estado y más impuestos. Lo que está
en juego no es, ni más ni menos, que el orgullo de ser americano o avergonzarse
de serlo. Por eso se trata de elegir bien.
***Publicado en voz.us, 4 de julio de 2022