Todos recordamos los circos que montaba Fidel Castro en aquellas viejas cumbres sin barreras... hasta que dejó de viajar al extranjero por si le facturaban al Tribunal Penal Internacional. El veto en este caso, sin embargo, no partió del Gobierno español, sino del presidente brasileño, Lula da Silva, y de su vocación de jefatura.

Lula aspira a que su país tenga un asiento en el Consejo de Seguridad y asuma el liderazgo en Iberoamérica. Y para hacer méritos, se fotografió junto a los hermanos Castro el mismo día en que moría el opositor cubano Orlando Zapata en huelga de hambre. Ese día, de remate, comparó a los disidentes con los delincuentes de Sao Paulo.

Lula hace ímprobos esfuerzos para que jamás salga Honduras de su berenjenal político. Gasta dinerales en armamentos. Concede un trato exquisito a los predicadores del pensamiento mágico-chavista. Reparte abrazos a Ahmadineyad. Y sueña con marginar a España en Iberoamérica y reducir a su mínima expresión las cumbres iberoamericanas.

La política interior de Lula es pragmática y responsable. Considera que en Brasil la lucha contra la pobreza no está reñida con unas finanzas saneadas, una inflación bajo control y una clase empresarial fuerte. Pero lo que da por sentado para su país, por lo visto, lo ve imposible para el resto del continente. Es como esos venerables intelectuales de la «rive gauche» que creen que la democracia es sólo para Europa, y que los parias de este mundo más vale que se las arreglen con el maoismo polpotiano. ¿Está a la altura el Brasil de Lula para el Consejo de Seguridad? ¿Tiene España el menor motivo para apoyar semejante disparate?.