Una locura colectiva en la que el victimismo y la paranoia nacionalista arrasaron con las nociones políticas de la Ilustración, basadas en la ciudadanía y los derechos de la persona por encima de otros arcaicos atavismos. El ex presidente serbio, el suicida Slobodan Milosevic, aprendió enseguida que, tras la caída del comunismo, para conservar el poder, no hay instrumento más eficaz que el victimismo y la invocación de épicas identidades nacionales. Es un nacionalismo que trae consigo un consuelo más metafísico que físico. Una especie de religión metida en política. El problema es que termina convirtiéndose en un tigre imposible de cabalgar.

Aquella épica acabó degenerando en un ejército de facinerosos, violadores y saqueadores, que aniquilaban aldeas enteras de musulmanes o croatas y llenaban furgonetas con los electrodomésticos de los asesinados mientras lloraban la amarga derrota del Campo de los Mirlos (Kosovo Polje) y cantaban el honor del zar Lazar. Con ese ejército, la derrota estaba cantada. 

Y ésta es la única doctrina asentada por el Tribunal de la Haya: quien pierde la guerra se arriesga a perder su integridad territorial. Es una doctrina de bajo vuelo, pero vieja como la historia de la humanidad. Lo que conviene es cuidarse de no contaminar la política con la irracionalidad identitaria y la murga victimista, infalible para ganar votos y adhesiones, pero también para desencadenar guerras y perderlas después. No estaría de más que en las escuelas se enseñasen los orígenes y consecuencias de la guerra de los Balcanes, la última que se ha librado en Europa, por individuos como usted, como yo... o como cualquiera de nuestros vecinos.