En 2001 el economista británico Bernard Connolly pronosticó una nueva guerra entre Francia y Alemania si se ponía en marcha el euro. Fue una más de las apocalípticas jeremiadas que acompañaron el lanzamiento de la moneda única. El tiempo ha hecho risibles aquellos fatalistas pronósticos que tan en serio fueron tomados en su tiempo. Masas de parados, décadas de deflación, Estados en bancarrota... eran las horrendas profecías que hacían las casandras de la época en algunos de los más respetables medios escritos en la lengua de Shakespeare.
A aquellos jeremías se les pasó por alto que el motor que ha movido a Europa durante todo este tiempo ha sido el parné, el vil metal, ahora llamado euro. Cuando se trata de cuidar del bolsillo, los socios son capaces de hacer magia. Ese extremo celo por la billetera propia es el que ha llevado a los eurojefes a pecar de confusionismo y compromititis. Pero es que la señora Merkel tenía que lanzar el mensaje de que Alemania no va a pagar la factura de juergas ajenas. Tenía que hacer morder el polvo a los griegos -por sus embustes- y hacer temblar a los que se les fue la mano con el gasto y la parranda clientelista -españoles, por ejemplo.
Pero, por más que «la señora» se haya salido con la suya, lo que el euro necesita es más Europa y no más Alemania. Y la propia Merkel casi lo admite, al empezar a hacerse a la idea de que es necesario un gobierno económico europeo tras nuestra moneda.
Urge un gobierno del euro que impida más juergas financieras, que vigile a los socios y, llegado un caso de crisis, dé su respaldo automático a un país en apuros. Lo interesante de esta crisis es cómo ha puesto de manifiesto que la moneda única no puede sobrevivir sin más Europa. Sin una cultura de seriedad compartida y sin la conciencia de que los males de Grecia son los males de todos. Algo parecido ya ocurrió, en tiempos, con el dólar.
