Medellín era la ciudad más violenta del mundo en los noventa. Dos partidos políticos se turnaban la ciudad cada cuatro años. Nada cambiaba, sólo la forma en que los sicarios mataban a sus víctimas. Pero a finales de esa década un honrado profesor de Matemáticas se lanzó a buscar la alcaldía apoyado por una organización no gubernamental. Usando las siglas de un partido desconocido ganó las elecciones y comenzó la transformación de una ciudad que parecía condenada a irse al carajo.
No había políticos profesionales en el principal equipo de gobierno. Se trataba de ciudadanos inmiscuidos en cargos por primera vez. La lógica de gobierno fue distinta a la que predominaba. Primero combatieron la corrupción anquilosada en la administración. Acabaron con proveedores favoritos, empleos fantasmas, despilfarros… y dieron poder a órganos de vigilancia y control internos. Ya con un gobierno transparente comenzaron a recibir apoyos económicos internacionales. Desde el Banco Mundial hasta el gobierno de China querían apoyar a ese lugar de Colombia que vivía el drama que hoy vive Ciudad Juárez. Al tener interlocutores confiables, el Fondo Monetario Internacional, la Unión Europea y Estados Unidos, entre otros países y fundaciones, apoyaron la construcción de infraestructura social de calidad para los pobres. Así empezaron a aparecer bibliotecas gigantes, guarderías infantiles de primer mundo, estudios musicales para pobres, teatros y ballet en comunas, canchas de futbol con césped —y gratuitas—, transporte colectivo digno, como el metro y el teleférico.
El grupo ciudadano que comenzó la transformación con la gestión de Sergio Fajardo sigue gobernando gracias a los buenos resultados. Es cierto: Medellín no eliminó su violencia, pero la amainó. Hoy allí se puede soñar algo distinto al narcotráfico.
Recuerdo el caso de Medellín porque hubo elecciones en Ciudad Juárez, aunque pasaron desapercibidas, al grado de que el triunfador fue un político del PRI que ya fue alcalde y cuyo secretario de seguridad pública fue detenido entonces por la DEA por traficar droga. No se puede decir que Héctor Soto Murguía sea narco, pero sí que su gobierno anterior no ayudó en nada a que Ciudad Juárez saliera adelante. ¿Por qué darle otra oportunidad a quien fracasó rotundamente y que más bien, debería estar siendo juzgado por negligencia?
A la coalición supuestamente salvadora de México, conformada por el PRD y el PAN, Ciudad Juárez les importó un bledo. Seguro porque en las variables para el 2012 —las únicas que importan— los electores juarenses son insignificantes.
La ciudadanía de Juárez es rehén de una clase política que, o se olvida de ellos, o se interesa en usar los recursos públicos para fines particulares. Después de montar un showen marzo pasado, el presidente Felipe Calderón no volvió más a Juárez. Prometió muchas cosas. Por ejemplo una biblioteca en Villas de Salvárcar, donde en febrero ocurrió una matanza de 16 jóvenes, pero a la fecha, ni su rastro. Ante ello, un grupo de vecinos armó por su cuenta una biblioteca, inaugurada el cinco de junio pasado.
Para salir adelante, Ciudad Juárez necesita de algo increíble, como lo que sucedió en Medellín. Así como está hoy, con estos gobernantes, se está yendo al carajo. Y si las próximas elecciones siguen en esta ruta fatal en la cual lo importante no son los programas de gobierno sino el dinero (entiéndase la capacidad de conseguir recursos públicos o privados para pagar estructura y medios de comunicación) pronto será México entero el que se va a ir al carajo.
