Dice claramente la Constitución de Nicaragua: ``No podrá ser candidato a Presidente ni Vicepresidente de la República el que ejerciese o hubiese ejercido en propiedad la Presidencia de la República en cualquier tiempo del periodo en que se efectúa la elección para el periodo siguiente, ni el que la hubiese ejercido por dos periodos presidenciales''.
Entonces, ante tan clara prohibición constitucional, ¿cómo explicar que Ortega, la Corte Suprema de Justicia (CSJ) y el Consejo Supremo Electoral (CSE) se hayan coludido y estén procediendo como si dicha proscripción no existiese? ¿Y qué decir de la inverosímil interpretación jurídica de la CSJ que se atreve a afirmar que al prohibirle a Ortega ser candidato a la presidencia se le estaría privando de un derecho ciudadano fundamental, derecho al cual todo ciudadano nicaragüense le corresponde?
Ante tan desvergonzado quebrantamiento constitucional, que no cabe duda pretende imponer la permanencia indefinida de Ortega en el poder, el pueblo nicaragüense observa boquiabierto como las fuerzas opositoras, la empresa privada, la comunidad internacional, las instituciones financieras internacionales e inclusive las llamadas organizaciones multinacionales creadas para proteger la democracia, permanecen impotentes, indiferentes y en algunos casos en complicidad con tan atroz golpe a su joven democracia.
Internamente la oposición, enfrascada en un continuo canibalismo y últimamente distraída por la batalla entre consuegros, parece resignada a ir (unida o fragmentada) a unas elecciones contra una candidatura desde todo punto de vista ilegal. Estiman más importante concentrarse en cómo repartirse una minoritaria parte del pastel legislativo y de cómo protegerse contra los abusos y amenazas del mandatario. Les resulta muy difícil resistir a la poderosa tentación del dinero, de las regalías y de la falsa sensación de seguridad ofrecida por Ortega.
El sector privado, más preocupado con que el mandatario no entorpezca sus planes de negocios, prefiere aceptar el desbarajuste institucional a demandar una corrección al mismo. En un miope enfoque de lo que es importante para el país y para ellos mismos, alega --contrario a lo que enseña la historia-- que el crecimiento económico llevará inevitablemente al fortalecimiento democrático. De ser así Nicaragua sería el primer caso en la historia en lograrlo y obligaría a una revisión de las teorías económicas y del fortalecimiento democrático hasta hoy conocidas.
Asimismo, las instituciones financieras multinacionales --FMI, Banco Mundial, Banco Centroamericano de Integración Económica, entre otros-- parecen convencidas de que mientras Ortega se adhiera a las reglas del juego y cumpla con los parámetros macro económicos exigidos, no importa que la institucionalidad del país vaya siendo mancillada paulatinamente.
La OEA, esa burocracia inoperante por excelencia, dirigida por un secretario más preocupado con no provocar la ira del dirigente venezolano y sus adláteres que con cumplir las funciones para la cual fue creada, ignora la evidente ruptura del orden constitucional y campantemente dice no poder intervenir por no habérselo pedido el propio gobierno nicaragüense. ¡Y este secretario es el mismo que mal informado y claramente parcializado reaccionó velozmente cuando los sucesos en Honduras!
Y como si toda esa indiferencia no fuese suficiente para dejar correr sin obstáculos la ``reelección'' de Ortega, la administración del presidente Obama, justificadamente más preocupada con la crisis interna y con conflictos internacionales de mucha mayor envergadura, ha optado desafortunadamente por darle a Nicaragua y a su clase política el lugar que les corresponde en el escenario geopolítico mundial: insignificante y no merecedor de arriesgar capital político alguno.
Es elemental que de no darse internamente un cambio sustancial en el comportamiento de la oposición y en la actitud acomodaticia de la sociedad en general, la consolidación de una nueva dictadura en América Latina está asegurada.
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