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01/11/2011 | Brasil se debe a Sudamérica

Fernando Gualdoni

El plantón que la mitad de los países iberoamericanos dieron a la Cumbre de Asunción el pasado fin de semana fue una descortesía hacia el presidente Fernando Lugo.

 

Más pecado tuvo la ausencia de los otros socios de Paraguay en Mercosur y, entre éstos, la falta más llamativa fue la de Brasil. Para empezar porque todo el sur brasileño se ilumina gracias a la electricidad paraguaya y, para acabar, porque desde hace siete años todas las reuniones y proyectos regionales dicen algo solo si Brasil está allí para decirlo. El peso político que Brasilia ha ganado en la región conlleva una responsabilidad que ningún gobernante brasileño puede ignorar.

Es difícil encontrar en la historia brasileña una etapa donde la diplomacia haya sido tan activa como durante la era Lula: el país tiene todo que decir en la Organización Mundial de Comercio y en el debate sobre el cambio climático, es uno de los fundadores del G-20, lleva la batuta en la campaña para ampliar el Consejo de Seguridad de la ONU, ha forjado un polo mundial de peso con China –que será el segundo mayor inversor en América Latina para 2020-, Rusia, India y Sudáfrica (los BRIC). Dentro de América Latina, Brasil mantiene vivo al Mercosur a pesar de los roces con Argentina. Y Unasur, la organización regional con mayor potencial en este momento, es un invento brasileño.

Para la historia latinoamericana, es curioso que Brasil, que nunca demostró interés por el proyecto de unidad bolivariano, sea hoy su máximo impulsor y garante. Cuando la América hispana soñaba en el siglo XIX con la integración, el imperio luso-brasileño se sentía apartado de las repúblicas herederas del imperio español por la lengua y las rivalidades dinásticas. El régimen brasileño representaba el continuismo monárquico, esclavista y expansionista contra el cual se habían rebelado los libertadores Simón Bolívar y José de San Martín.

Brasil fue ajeno a los varios intentos regionales de integración del siglo XIX como fueron la Gran Colombia, las Provincias Unidas de América Central o la Peruano-boliviana; y distante de la riqueza de ideas de cómo debía funcionar esa gran mancomunidad latinoamericana. Muchos historiadores atribuyen el primer esbozo unionista al padre del movimiento de emancipación americana, el venezolano Francisco de Miranda, que ya en 1791 propone “formar de la América Unida una gran familia de hermanos”. Entre 1810 y 1865 la llama de unidad se mantiene viva. En la Carta de Jamaica, Bolívar plasma su sueño de una América unida y, al mismo tiempo y con gran lucidez, las dificultades para ver ese sueño cumplido.

Ante la proximidad del fin de las guerras de emancipación, el ímpetu integracionista cobra fuerza. El 7 de diciembre de 1824, dos días antes de que el mariscal Antonio de Sucre pusiera fin al conflicto por la independencia en la batalla de Ayacucho, Bolívar, como presidente de la Gran Colombia (que abarcaba los actuales Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela), propone a los gobiernos de México, Centroamérica (Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica), Perú, Chile, Brasil y las Provincias Unidas de Buenos Aires a debatir la posibilidad de una confederación.

En junio de 1826 se instaló en la Ciudad de Panamá un congreso al que asistieron casi todos los representantes convocados por Bolívar a excepción de los de Brasil y los del Río de la Plata, por entonces en guerra por la posesión de la Banda Oriental (Uruguay). En poco más de 20 días de sesiones, se acordó la creación de una liga de las repúblicas y una asamblea supranacional, y se selló un pacto de defensa. Sin embargo, el “Tratado de Unión, Liga y Confederación perpetua” que surgió de este congreso fue ratificado tan sólo por la Gran Colombia. Pero como ésta se disolvió en 1830 y las Provincias Unidas de América Central algunos años después, el Congreso de Panamá pasó a la historia. Eso sí, lo hizo como el primer hito en la creación de la mancomunidad latinoamericana.

En plena ebullición de ideas desde todos los rincones ilustrados de América para impulsar la integración, los discursos más encendidos a favor de la unidad comienzan a incorporar el sentimiento antiestadounidense. La relación de admiración y cierto recelo que Bolívar había mantenido con el poderoso vecino del Norte empiezan a tener tintes de desconfianza y temor al sur del río Bravo y, desde luego, a ser motivo de división en el continente. La guerra mexicano-estadounidense (1846-1848), tras la que México pierde la mitad de su territorio, las andanzas del aventurero William Walker en Centroamérica -se autoproclamó presidente de Nicaragua entre 1856 y 1857 y acabó fusilado en Honduras tres años después-, el incidente conocido como de la “tajada de sandía” entre estadounidenses y panameños de 1856, y los intentos por apoderarse de Cuba, avivaron el debate sobre la necesidad de una integración hispanoamericana en contra de la América sajona.

Pero la guerra de la Triple Alianza de 1865 a 1870 acaba de un mazazo con los ideales de mancomunidad. Paraguay queda prácticamente diezmado en población y territorio tras el brutal conflicto que lo enfrenta a los ejércitos de Brasil, Argentina y Uruguay. Más tarde, en 1879, Chile libra la guerra del Pacífico contra Bolivia y Perú, arrebatando a ambos países importantes trozos del territorio y riquezas naturales. Los bolivianos incluso pierden su salida al mar.

Desde el primer mandato de Lula, Brasil ha liderado la construcción de una mancomunidad latinoamericana política, social y económica que, aunque no responda exactamente al sueño de Bolívar, se acerca bastante. Sería una pena que un proyecto tan ambicioso que ha recorrido tanto camino acabe en vía muerta solo por conflictos o estados de ánimo internos. Brasil no puede darse ese lujo. Tampoco Argentina.

El Pais (Es) (España)

 



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