«Putin ha elegido cuidadosamente el calendario y la coyuntura para su espiral de agresión. Juega a su favor la inestabilidad e incertidumbre polÃtica que sufre toda Europa. Su ofensiva implica finiquitar con la inestimable ayuda de China el orden internacional liberal construido a partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, un sistema basado en reglas y en el respeto a la integridad territorial de las naciones».
Los niños rusos, y también los ucranianos, se saben de
memoria el boletín radiofónico que anunció el inicio de la invasión perpetrada
por los nazis en 1941: «A las cuatro de la madrugada, Kiev está siendo
bombardeado». Ochenta años después, aquel titular se ha repetido con otro
ataque contra Ucrania, quizá no tan madrugador pero con una trascendencia
devastadora. La violencia del más fuerte contra el más débil ha vuelto a
materializarse en Europa, un viejo pero sangriento continente que tras
protagonizar dos conflagraciones mundiales creía haber alcanzado una era de
posconflicto. Un desenlace feliz a siglos de enfrentamientos armados donde es
posible pasar de Francia a Alemania sin apenas darse cuenta de que se ha
cruzado una de las fronteras más sangrientas de la historia.
Mucho antes de que las Fuerzas Armadas de Rusia iniciasen
su ofensiva frontal contra Ucrania, Putin llevaba tiempo poniendo un espejo
frente a Occidente. El reflejo mostraba bastante credulidad hacia el optimista
final de la historia planteado por Francis Fukuyama al final de la Guerra Fría,
como el triunfo irreversible de las libertades económicas y políticas en
detrimento de cualquier otra alternativa totalitaria. Y mucha fe en el
multilateralismo constructivo frente al nacionalismo destructivo. Y destellos
deslumbrantes producto de confundir la meritoria integración de Europa con su
destino geopolítico.
Vladímir Putin ha elegido cuidadosamente el calendario y
la coyuntura para su espiral de agresión. Juega a su favor la inestabilidad e
incertidumbre política que sufre toda Europa: Francia pendiente de unas
complicadas elecciones presidenciales, Alemania sin Merkel y Gran Bretaña con
un primer ministro haciendo ‘balconing’ desde el postureo churchiliano de
sangre, sudor y prosecco. Además de Estados Unidos con un presidente que tomó
posesión a los 14 días del asalto al Capitolio y que bastante tiene con
intentar demostrar que la economía y la democracia funcionan más allá del
destructivo ajuste de cuentas promovido por el nacional-populismo.
La figura de Putin disfruta de un respaldo transversal
que va mucho más allá de Moscú. La extrema derecha le adora como el último
hombre fuerte capaz de plantar cara a las incertidumbres del siglo XXI, los
lacayos del globalismo, la corrección política, el multiculturalismo y la
decadencia occidental de sus tradiciones cristianas. Tiene el incentivo
adicional de que partidos radicales han sido subvencionados, en mayor o menor
medida, por la caja de ahorros y monte sin piedad del Kremlin. Al mismo tiempo,
la extrema izquierda le respalda y justifica como si se tratase del Pacto de
Varsovia. En su ceguera ideológica tan solo llegan a vislumbrar imperialismo
yanqui en los 190.000 efectivos militares con los que Rusia amenaza con
despedazar a Ucrania.
En esta guerra, la historia se ha convertido también en
un campo de batalla adicional en el que se intentan conquistar extrañas
legitimidades a costa de su reinvención. Se puede argumentar que la guerra de
Ucrania es el resultado de la nostalgia, paranoia y miedo a perder el poder de
una sola persona. Es decir, un Putin que piensa que Ucrania no existe como
nación independiente, cuyas fronteras son un desafortunado accidente del
devenir de la historia; y que todavía es posible resucitar no ya la Unión
Soviética sino el Imperio que Rusia amasó hasta la revolución bolchevique a
través de incontables guerras.
Como decía mi profesor Zbigniew Brzezinski, el Kissinger
del Partido Demócrata de Estados Unidos, Rusia con el control de Ucrania se
convierte automáticamente en un imperio. Y sin Ucrania, Rusia es tan ‘solo’ un
Estado nación que tiene que operar con las mismas reglas del sistema
internacional de Westfalia. Un orden mundial fijado en 1648, con la paz
alcanzada tras la devastadora guerra de los Treinta años, en el que el Estado nación
se convierte en la pieza de construcción básica del sistema internacional en
detrimento de las dinastías, las religiones y los imperios. Por eso, los
designios de Putin sobre Ucrania resultan tan anacrónicos. Suponen en esencia
volver a tiempos muy oscuros en los que las grandes potencias hacían
básicamente lo que querían con sus peones.
La ofensiva de Putin implica finiquitar con la
inestimable ayuda de China el orden internacional liberal construido a partir
de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, un sistema basado en reglas y en
el respeto a la integridad territorial de las naciones. Mientras vemos las
terribles imágenes de la guerra en Ucrania, un veterano embajador de España
recomendaba releer el Preámbulo de la Carta de San Francisco, documento
fundacional de la ONU firmado en junio de 1945:
«Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas resueltos a
preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces
durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles, a
reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el
valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y
de las naciones grandes y pequeñas, a crear condiciones bajo las cuales puedan
mantenerse la justicia y el respeto a las obligaciones emanadas de los tratados
y de otras fuentes del derecho internacional, a promover el progreso social y a
elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad, y con
tales finalidades a practicar la tolerancia y a convivir en paz como buenos
vecinos, a unir nuestras fuerzas para el mantenimiento de la paz y la seguridad
internacionales, a asegurar, mediante la aceptación de principios y la adopción
de métodos, que no se usará la fuerza armada sino en servicio del interés
común, y a emplear un mecanismo internacional para promover el progreso
económico y social de todos los pueblos...».
En este sentido, el filósofo e historiador Yuval Noah
Harari ha explicado que lo que está en juego en Ucrania es uno de los grandes
logros de la humanidad: el declive de la guerra como algo inevitable y nuestra
capacidad de cambiar para mejor. Sobre todo ante gigantescos retos imposibles
de afrontar por separado como la pandemia o el cambio climático. De otra forma,
Harari se pregunta si «la historia se repite infinitamente con los humanos
condenados para siempre a recrear tragedias pasadas sin cambiar nada, excepto
el decorado».