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17/12/2006 | Papeleras: El cuento del loco

El País Editorial (UY)

El sorprendente episodio protagonizado a dúo por el gobierno argentino y la empresa española ENCE, a resultas del cual se anunció desde la Casa Rosada que dicha firma instalará finalmente su papelera en el puerto de Conchillas, nos hace acordar del cuento del loco y las solteronas.

 

Eran, éstas, tres hermanas a cual más fea. Por las tardes, acostumbraban salir de su vieja casona y sentarse en un banco que habían hecho colocar en la vereda. Y, al poco rato, invariablemente pasaba un chiflado que se burlaba de su fealdad y, de yapa, les decía alguna grosería.

Un día, dos de las célibes se retrasaron en tareas caseras y les pareció oír, a lo lejos, el vozarrón y las risotadas del demente. Salieron rápido a la calle y preguntó una de ellas a la hermana que ya estaba sentada en el banco:

-¿Qué te dijo el loco?

-No digas eso, que hoy no estaba tan loco. Me dijo, "adiós hermosa"...

El asunto puede verse desde un punto de vista pragmático, puramente materialista, en cuyo caso se trataría de una muy buena noticia. La empresa española, que había amagado desistir de su propósito de instalarse en nuestro país, confirma ahora que así lo hará, pero en un lugar distinto al originalmente previsto

Su inversión, se ha dicho, será de mil doscientos millones de dólares, creará, por supuesto, cientos de puestos de trabajo, y aportará un beneficio importante e indudable a nuestra economía. Por ello, no pocos compatriotas han recibido con un cierto beneplácito la noticia en cuestión.

Pero el impactante suceso también puede enfocarse desde la óptica de los principios. ¿Cuáles principios? El de la independencia de nuestro país -que no es de ayer ni de anteayer-, el de su soberanía y el de la dignidad nacional, que queda muy maltrecha cuando un asunto que sólo compete a nuestro gobierno -el gobierno uruguayo- y a un inversor extranjero, es resuelto por éste, en forma ostentosa, publicitando "urbi et orbi" que su decisión fue acordada con otro gobierno extranjero.

Y éste, muy jarifo, no sólo no niega esta manifiesta intromisión en nuestros asuntos internos sino que con satisfacción (¿o soberbia?) da cuenta de ella desde la sede de su Poder Ejecutivo.

Con sobrada razón, ante este nuevo desatino, el Presidente de la República, dejando traslucir su lógico desagrado, ha dicho que quien decidirá si ENCE se instalará o no en el departamento de Colonia, previa verificación de que cumplirá las meticulosas exigencias de nuestra legislación medioambientalista, será el gobierno uruguayo. Como no podía ni puede ser de otra manera.

Descontamos que no faltarán espíritus eclécticos y conciliadores que adoptarán una posición intermedia. Es decir, que, sin dejar de percibir ni de criticar lo que el episodio tiene de malo -de muy malo, de horroroso-, en definitiva dirán: aceptemos lo ocurrido, ya que esta medalla tiene su reverso, que es singularmente atractivo y traerá importantes beneficios para el país.

Es una coyuntura análoga a la que le tocó vivir a un distinguido y recordado ciudadano nacionalista independiente, que, a principios de 1933, ocupaba un cargo en el Directorio del Banco de la República. Sobrevino el 31 de marzo el golpe de Estado dado por el presidente Gabriel Terra y, así como el doctor Leonel Aguirre renunció de inmediato a la embajada en la Argentina -que a la sazón ocupaba-, varios de sus correligionarios, radicalmente contrarios al nuevo régimen de facto, se consideraron en el deber de dejar los cargos que ocupaban en los entes autónomos. Y dimitieron sin más vueltas.

Ese imperativo ético se le planteó al dirigente político del cuento -coloniense, pero a quien no nombraremos por respeto a su memoria-, que, atenaceado por apremios económicos muy graves, le confesó a un amigo:

-Si renuncio al cargo, me muero de hambre. Pero si no lo hago, me muero de vergüenza.

Ignoro lo que finalmente hizo, así como también de qué murió.

Pero los países no mueren de hambre. Y quizás tampoco mueran de vergüenza. Pero es penoso que la pierdan.

El País (Uy) (Uruguay)

 


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