No, estimado lector, no se trata del neoliberalismo sino del liberalismo a secas. En este país de ideologías erráticas el gran ausente es el liberalismo político. ¿Y qué es eso, se preguntará?
Con frecuencia muchos se lamentan de las posturas extremas en política que derivan en intolerancia. Contra lo que pudiera pensarse, la intolerancia no adopta sólo la expresión más conocida, que es la de rechazar como inaceptable lo que no concuerda con el parecer propio y niega las razones de los otros. Más allá de esta expresión, la intolerancia puede arraigarse en la cultura social, política y económica de una sociedad. La segregación por razones de raza o condición social, el bloqueo de las oportunidades para mejorar socialmente, la entronización en el poder de visiones excluyentes de la política o la economía. Todas estas son formas de intolerancia. Alcanzan su máxima expresión cuando son respaldadas por el poder público o cuando, de modo anticipado, encarnan como proyecto político. La intolerancia es la negación radical de la democracia como sistema político y modelo de deliberación pública.
El liberalismo político nació, antes que nada, de la reflexión sobre la libertad como pasión humana. La libertad como necesidad y aspiración universal que encarna, en el individuo antes que en la sociedad, y únicamente después de esto se establece como organización colectiva.
A pesar de la extendida convicción contraria, el liberalismo político no emergió como una respuesta técnica a un problema práctico, aunque derivó en ella. Sus inspiradores originales, Hume, Locke y Hobbes, lo establecieron como axioma: el ser humano no admite por su naturaleza la imposición de un poder absoluto que excluya a su voluntad y niegue el espacio de su necesidad.
La fuerza de su planteamiento reside en que organizó una filosofía política desde la condición fundamental de los individuos para responder a la monarquía absoluta, que era la máxima forma adoptada por la intolerancia. De ahí entonces la democracia como única forma de organización política capaz de admitir el máximo posible de diferencias individuales y mantener, al mismo tiempo, la unidad social, el propósito común.
No se trata de un problema meramente teórico. Hay que recordar que la teoría tiene una importancia fundamental en la vida social. El gran filósofo Isaías Berlin recordaba que el hombre ordinario suele vivir, sin saberlo, bajo los paradigmas de algún pensador que en un momento pasado marcó el derrotero de la sociedad. Para no ir muy lejos, cómo entender nuestro modelo político y social sin las ideas de la revolución estadounidense y francesa o el abortado liberalismo español; sin las tesis de Morelos o Juárez; sin el pensamiento social reunido en el Congreso Constituyente de 1917. Vivimos en un modelo político que recibió, entre otros, estos influjos.
Pero también ha recibido otros, más recientes. Entre otros la caída irreversible de esa forma de intolerancia totalitaria que fue el “socialismo realmente existente” con su economía centralmente planificada, el surgimiento de la democracia como preferencia generalizada de organización política en casi todos los países del mundo. Al abrigo de estos hechos globales y de los esfuerzos internos por construir una “buena sociedad” echó a andar nuestra democracia. Este dato inédito de nuestra historia es probablemente la más valiosa conquista política de los mexicanos.
Pero este estadio de desarrollo es negado y golpeado continuamente por los secuestradores del espacio público al acomodarse oportunistamente al poder y establecer modos y reglas a su manera. El más grotesco ejemplo de este proceder lo ofrece el PRD, candil electoral de la calle y oscuridad fraudulenta en su casa.
La negación arbitraria de la legitimidad del gobierno de la República instalado por las urnas en 2006 sirve como base para construir una estrategia política que pretende anular la validez de las instituciones democráticas cuando no se acomodan al intolerante proceder de su dirigencia.
Esta estrategia política es antidemocrática y autoritaria. El principio esencial del Estado liberal es que sólo pueden reconocerse como actos de autoridad o legislación con carácter vinculante a los que emanan de la autoridad constituida con arreglo al acuerdo político que se origina en la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas. Cualquier otra expresión de voluntad política es legítimamente democrática sólo si se atiene a este principio y convoca a ser gobierno con estricto apego al orden normativo convenido por la Legislatura. En lenguaje liberal, se trata de la “regla de reconocimiento”, fundamento del Estado democrático: sólo se reconoce autoridad y regla ordinaria si proviene de quien ha sido electo y actúa al amparo de esta legitimidad. Todo intento de fincar una legitimidad al margen de este principio es espurio.
Hay que referir un segundo principio que acompaña al anterior y es también consustancial al Estado liberal democrático: ninguna doctrina sustantiva puede ser colocada como razón pública. Precisamente, la esencia de la democracia es la convivencia de todas las doctrinas a partir del derecho que tienen de existir, lo que implica que ninguna de ellas puede convertirse en razón del Estado.
Cuando una creencia religiosa, económica o política que excluye a las demás en sus fundamentos (como ese esperpento del fundamentalismo de mercado que llaman “neoliberalismo”), es postulada como centro de la organización del Estado, se da el primer paso hacia la negación de la democracia y el totalitarismo.
Mientras no se acepte y se practique sin ambages la radicalidad del principio liberal de la democracia, la nuestra no saldrá de su infancia y podrá sufrir un descarrilamiento. Ese principio es la vacuna original contra todas las formas de la intolerancia.
ugalde@servidor.unam.mx
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM