El crecimiento parlamentario de la izquierda reunida en la coalición Por el Bien de Todos ha sido la nota más relevante del resultado electoral. Durante los próximos tres años será segunda fracción en la Cámara de Diputados y tercera en el Senado.
Este hecho ha sido ocultado por la estridencia de la protesta contra el supuesto fraude y por la fuerte polarización encendida por los despropósitos acumulados en la campaña electoral y su secuela de puja sobre la legitimidad de la elección del 2 de julio.
Pero este proceso ha concluido y la estridencia tendrá que encontrar asideros distintos a los que tuvo previamente. Mientras tanto, la agenda nacional reclama una atención responsable de aquellos políticos aún dispuestos a servir al país por encima de intereses de grupo y de los desvaríos de que muchos son objeto. Es de esperar que la estridencia baje de volumen en los próximos meses y permita aflorar los verdaderos problemas a que se deberá enfrentar la izquierda en el ámbito legislativo y en las entidades y municipios que gobierna.
Por desgracia, la atención a estos problemas por parte de los miembros de lo que fue la coalición electoral y ahora se proyecta como un frente, encara varios obstáculos, uno inmediato y otros de largo plazo. El primero es la interferencia de Andrés Manuel López Obrador y su movimiento político con el reconocimiento y el compromiso, al menos formal, del PRD, el PT y Convergencia con los principios democráticos y la legalidad derivada de ellos en las instituciones electorales.
Lejos de mostrar una visión democrática moderna y un liderazgo que haga frente a los problemas con visión de futuro, AMLO ha reunido una colección de motivos del museo político del país para encarnarlos en la caricatura de "proyecto alternativo de nación", como si no fuésemos ya una nación constituida, como si fuera plausible esa arrogante pretensión.
López Obrador ha desconocido la derrota que sufrió en las urnas, confirmada por todos los conteos y por la instancia judicial de calificación electoral. Desconoce así las reglas jurídicas que, por acuerdos políticos y en un marco democrático, su propio partido y él mismo se comprometieron a respetar al momento de registrarse, respectivamente, como organización política y como candidato. Quizá las instituciones electorales podrían haber tenido un mejor desempeño del que mostraron, pero por más esperpéntica que consideremos su actuación y resoluciones, no hay cabida (democrática) para desconocerlas ni desobedecerlas.
Este desconocimiento es la herramienta que ha elegido el ex candidato de la coalición para mantener su presencia en el espacio político y un movimiento de apoyo sustentado en el control que ejercía sobre las redes clientelares que la izquierda populista a partir del gobierno de la ciudad de México, que poco a poco se desprenderá ese control. Como lo ha mostrado Roger Bartra en su magistral ensayo Fango sobre la democracia (Letras Libres, septiembre de 2006), la política de López Obrador es caciquil, un rescoldo de las cenizas del nacionalismo revolucionario y un símbolo de la debilidad de la izquierda mexicana para emprender su modernización.
A pesar de que ya afloran los signos de una prudente cirugía, es difícil anticipar hasta dónde podrá acompañar el PRD a López Obrador en su aventura. Lo que sí se puede asegurar es que constituye un obstáculo para que la izquierda, en el momento en que ha conseguido situarse como segunda fuerza política, haga frente a los temas de fondo que conlleva su participación en el proceso legislativo, en la formación de las políticas públicas y en el diálogo con el gobierno y las demás fuerzas políticas.
En el contexto internacional, tanto por lo que respecta a las relaciones con los estados de norte, centro y Sudamérica, como por lo que se refiere a las fuerzas de la globalización y su impacto interno, la izquierda, tanto aquí como en países comparables, no termina por comprender que una de sus tareas fundamentales es la traducción de estos impulsos y fuerzas en lo que el sociólogo británico Anthony Giddens ha llamado "política generativa".
La izquierda, no únicamente la partidaria, sino también la cultural, ha sido pródiga en críticas a la globalización y las políticas económicas neoliberales, pero no ha reconocido que, fuera de algunas recetas hasta cierto punto eficaces para el combate a la pobreza, nadie ha encontrado fórmulas de política pública capaces de reducir la desigualdad. En ninguno de los países latinoamericanos gobernados por la izquierda se ha hecho retroceder el crecimiento de la desigualdad social, si bien se han cosechado algunos frutos en la reducción de la pobreza extrema.
Pero acaso el desafío más grande de la izquierda sea la búsqueda de una nueva identidad en el contexto de su inevitable convivencia con otras fuerzas. Será imposible construir esta identidad de nuevo tipo si no suscribe los principios del liberalismo avanzado, entre los que sobresale la lealtad a la legalidad democrática, la absoluta tolerancia de posiciones distintas y contrarias, y el rechazo tajante de toda forma de pensamiento único.
Continuamente la izquierda mexicana se anula a sí misma en su recurrencia a próceres liberales como Benito Juárez y, al mismo tiempo, su negligencia para ponerse al día con el liberalismo avanzado que resulta de la experiencia de otras latitudes de superar las formas más perversas de la desigualdad social sin renunciar a la libertad y hacer frente al futuro como construcción, no como restauración del pasado.
Si la izquierda ha de retomar un rumbo que evite un patético regreso a la marginalidad, debe encarar su propia ruptura pactada con un pasado que echa sobre sus hombros un lastre que de otro modo se volverá insuperable y crónico.
ugalde@servidor.unam.mx
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM