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05/10/2009 | Enseñanzas de Honduras

Francisco Valdés Ugalde

Honduras está en la peor crisis de su historia reciente. En junio pasado el presidente Manuel Zelaya fue depuesto por un golpe militar que puso en la Presidencia al vocero del Congreso, Roberto Micheletti.

 

Los motivos del conflicto se remontan a la intención del depuesto de encuestar al electorado sobre su parecer para hacer una consulta formal sobre la procedencia de reformar la Constitución mediante una asamblea constituyente. La idea surgió en 2008 a partir de la controversia nacional sobre aspectos de la Constitución vigente, que la hacen sumamente rígida y difícil de transformar y actualizar para la realidad contemporánea de ese país. El Partido Liberal, el partido de Zelaya, a pesar de que se dividió en relación con los planes y políticas del presidente, discutió la necesidad de modificar algunas normas constitucionales incluyendo la prohibición de la reelección presidencial.

Zelaya propuso entonces que en las elecciones programadas para noviembre de 2009, además de la votación ordinaria previamente programada, se introdujera una “cuarta urna” para someter a plebiscito la convocatoria a la constituyente. Muy pronto la idea del cambio constitucional fue completamente teñida por el temor sobre la reelección presidencial y la acusación a Zelaya de que su intención era perpetuarse en el poder. Sus políticas de corte izquierdizante y su adhesión a la Alternativa Bolivariana de las Américas impulsada por Hugo Chávez y seguida por Bolivia y Ecuador abonaron la polémica sobre la sospechosa intención.

Las medidas adoptadas por su gobierno le valieron la acusación del Congreso y luego del Poder Judicial de violar varias leyes y la Constitución misma, que tiene candados insuperables para ser modificada en algunos de sus aspectos más importantes.

La polarización social y política que se produjo en Honduras a lo largo de ya más de un año condujo finalmente a una declaración conjunta de los poderes Legislativo y Judicial para llevar al presidente a juicio, lo que culminó con la intervención del Ejército en contra del propio Zelaya, subiéndolo por la fuerza y en pijamas al avión presidencial con rumbo a San José de Costa Rica. Desde entonces la inestabilidad es constante, el conflicto crece en magnitud y tensión, y desde el punto de vista interno y externo pareciera que la situación hondureña no tiene solución.

Bajo las circunstancias actuales, sin la presencia del presidente constitucional (encerrado en la embajada brasileña), las elecciones del 29 de noviembre se antojan inviables. Varios candidatos han condicionado su participación en los comicios al regreso de Zelaya y es dudoso que la comunidad internacional reconozca el resultado si las elecciones se realizan sin la normalización del orden constitucional.

El rechazo generalizado de la comunidad internacional al golpe de Estado y al gobierno de facto de Micheletti es un factor irremontable si éste no admite una solución que permita llegar a esa fecha con la presencia de Zelaya en la Presidencia, así sea sólo para que las elecciones puedan realizarse bajo un marco constitucional legal y legítimo y después entregar el poder. El rechazo está fundado en la violación de los golpistas a la Carta Democrática Interamericana, instrumento vinculante de todos los países de la OEA.

El golpe es una violación flagrante a esta disposición a la que Honduras está obligada y de la que depende su pertenencia a ese organismo. Es cierto que la turbulencia causada por las iniciativas de Zelaya ha dejado dividido al país y ha impactado la popularidad del presidente Zelaya, que ha caído estrepitosamente.

Pero el problema fundamental no es quién es más popular. Las razones de Zelaya y las de sus opositores no pueden dirimirse democráticamente a través de un golpe de Estado ni de la expulsión de una de las partes, máxime tratándose del jefe del Estado.

De ahí que el asunto lleva forzosamente a una reflexión con consecuencias para todas las democracias jóvenes en América Latina. Los cambios que pretenda realizar cualquier fuerza política deben procesarse con arreglo a las normas vigentes y bajo las cuales las autoridades en disputa han sido electas con anterioridad y no mediante su ruptura arbitraria. No es posible admitir la legitimidad de cambios que no pasen por los órganos autorizados para realizarlos.

Pero subsiste también el problema de cómo emprender transformaciones de un marco constitucional que tiene prohibiciones “pétreas” para modificar el sistema político. Honduras está en un callejón. Es deseable que la cordura de las partes contribuya a restituir el orden para que el proceso electoral no quede invalidado y que el callejón tenga salida.

ugalde@unam.mx

**Investigador del Instituto deInvestigaciones Sociales de la UNAM

El Universal (Mexico)

 


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