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04/12/2005 | Corrupción a cielo abierto

Francisco Valdés Ugalde

Si se observa con atención el largo y lento proceso de democratización mexicano que arranca a finales de los años 70, el énfasis de las reformas que nos han conducido a la situación actual se ha puesto en el sistema electoral y de partidos, pero en menor medida en el sistema de gobierno y el régimen político.

 

Varios escándalos y problemas relacionados con la corrupción se enmarcan justo en esa dimensión. Los que involucran a Montiel y Madrazo, el exorbitante gasto de dinero de los contribuyentes otorgado a los partidos, los manejos oscuros que aún se observan en muy diversas dependencias de gobiernos tanto federales como estatales y locales son algunos de ellos.

Estos hechos ponen de manifiesto que los grandes acuerdos para el cambio político no han incluido disposiciones suficientes para erradicar el peculado de las malas prácticas de los funcionarios públicos. También exhiben fórmulas de financiamiento de la actividad política que se han vuelto contraproducentes al soste nimiento de una sana vida democrática y fomentan una relación perversa con las grandes empresas que controlan la comunicación masiva.

La historia del combate a la corrupción no arroja resultados convincentes. Recordemos que los primeros pasos para combatirla se dieron a mediados de los años 80, es decir, hace por lo menos 20 años. Si 20 años de acción gubernamental para corregir la corrupción no han dado por resultado que al menos personajes prominentes de la política dejen de ser recurrentemente expuestos como cleptócratas notorios, sólo podemos concluir que las políticas adoptadas no son adecuadas o que no hay voluntad para cambiar.

Si tomamos en cuenta que toda reforma política y del Estado es un contrato entre los actores fundamentales que definen la vida institucional de un país, es posible concluir que ninguno de los acuerdos fundamentales para el cambio político ha incluido la erradicación de la corrupción de los funcionarios públicos.

Si otro fuera el caso, habrían tenido lugar profundas transformaciones legales y de las organizaciones públicas encargadas de aplicarlas. Lamentablemente no es el caso.

Este hecho conduce a una grave consideración. Si las reformas que han conducido a la democratización del sistema político no han incorporado con seriedad el problema de la corrupción, que era práctica común en el sistema de partido hegemónico, ¿debemos pensar que la corrupción se ha "democratizado?"; ¿que hoy el acceso plural, mediante elecciones libres, a los cargos de gobierno hace posible que quien llegue a ellos pueda realizar impunemente ilícitos contra el erario, independientemente del partido del que provenga? No quiero insinuar que todos los funcionarios públicos son corruptos, pues no creo que esta afirmación se corresponda con las evidencias.

La cuestión es si el sistema de responsabilidades a que está sujeta la administración pública en todos los niveles de gobierno ofrece las garantías mínimas para confiar en el recto ejercicio de la autoridad.

Las percepciones sobre la corrupción pública de los inversionistas no parecen apoyar la idea de que las cosas han cambiado significativamente. El desempeño de la Secretaría de la Función Pública a lo largo de los últimos años tampoco acredita su papel de indagadora. La permanencia de las estructuras del Ministerio Público, anacrónicas pero casi intactas, hacen plausible la hipótesis de que los delitos contra las arcas públicas pueden quedar impunes gracias a la facilidad para obtener favores a cambio de recompensas económicas.

La corrupción ha sido históricamente una realidad social extendida y enraizada en las relaciones del Estado con la sociedad. Pero las cosas han empezado a cambiar. La sociedad reclama erradicar la corrupción; ya no se acepta como un fenómeno "natural".

Sin embargo, la respuesta de los órganos de gobierno ha sido débil. Por su parte, los partidos, de donde salen las ofertas político-electorales, no ofrecen un diagnóstico claro de los alcances del problema ni de las alternativas para hacerle frente con realismo, pero también con seriedad.

En abono de una visión pesimista sobre las posibilidades de solución al problema, han sido los propios partidos los que han mostrado preocupantes inclinaciones a incurrir en actos de corrupción. Tanto en el plano de su acción electoral como en las administraciones gubernamentales a cargo de sus representantes electos se evidencia una incidencia preocupante de prácticas corruptas. Los procesos llevados a cabo por el IFE y el Tribunal Electoral a propósito de las elecciones federales de 2000, entre muchos otros hechos, y los escándalos que han envuelto a administraciones de todos los partidos en diferentes niveles de gobierno no parecen dejar lugar a dudas.

Los sistemas de rendición de cuentas, las disposiciones legales que supuestamente castigan peculado y asociación para cometerlo, y los dos grandes sistemas institucionales encargados de perseguir estos delitos (contralorías y procuradurías) son ineficientes para atacar ese extendido mal.

Es hora de que los partidos políticos, cuando están a punto de iniciar formalmente las campañas para elegir Presidente y Congreso, expongan a la ciudadanía con toda claridad su evaluación de este problema y qué y cómo están dispuestos a hacer para que el país pueda dejar atrás la negra historia de una corrupción extendida. No hacerlo es evadir dolosamente uno de los más graves problemas nacionales.

Investigador del IIS-UNAM.

ugalde@servidor.unam.mx

El Universal (Mexico)

 



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