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07/10/2008 | ¿Estados Unidos, en declive?

Carlos Nadal

La era norteamericana está llegando a su fin? En los años ochenta del siglo pasado parecía haber alcanzado su momento álgido. Y la caída del muro de Berlín proporcionó a Estados Unidos la condición de única superpotencia mundial.

 

Ahora, el gran país entra en conmoción por las dramáticas jornadas de una crisis financiera que recuerda el desastre del crac del 29. Del cual el país salió aún más fortalecido y poderoso de lo que era.

Está aún caliente el recuerdo de cuando, mediante el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), los gobiernos de Washington disponían de qué estado quedaba endeudado por los créditos internacionales o cuáles entraban en la situación de no ser merecedores de crédito con que salir de la miseria. El discurso del presidente norteamericano en la reunión plenaria anual de la Asamblea de la ONU atraía siempre la mayor atención. Y entrar o no en la Organización Mundial del Comercio pasaba por el visto bueno de Washington, que veía en este organismo el medio idóneo para realizar el objetivo de una apertura generalizada a la economía de mercado. Participar o no en él suponía algo así como ser o no ser en el conjunto de las naciones.

Hay motivos para recordar este pasado como si quedara muy lejano. Por ejemplo, la habilidad y la audacia con que Nixon y Kissinger, en plena guerra fría, creyeron oportuno que la China de Mao sucediera a la de Taiwán en el Consejo de Seguridad de la ONU. O cuando Jruschov tuvo que retirar los misiles rusos que se empezaban a instalar en Cuba. Hechos que quedaron si cabe empequeñecidos desde que Ronald Reagan se convirtió en el "azote de herejes" como heredero de la "misión especial" de Estados Unidos para imponer las virtudes de la democracia y la liberalización económica. El desplome de la Unión Soviética y su bloque comunista trasladaban decididamente a Washington DC la capitalidad del mundo.

Una rápida mirada en torno da idea de cómo todo esto ha cambiado. El mundo mira a Estados Unidos como un gigante atrapado en su propia soberbia y confianza. Es significativa la coincidencia del descalabro financiero norteamericano con el tiempo en que China exhibe el poder de sus capacidades en la celebración de los Juegos Olímpicos de Pekín y el lanzamiento de una nave espacial tripulada. ¡Qué lejana aquella entrevista en que Mao recibía a Nixon como un interlocutor necesitado de afirmarse contra la URSS y de entrar con las debidas credenciales en el foro de las Naciones Unidas! La ONU, en cuya última reunión anual de la Asamblea General, el presidente Bush apareció, en septiembre, como quien, abatido, lleva en el rostro la marca del perdedor.

A Estados Unidos le crecen las adversidades por todos los flancos. Pone sus esperanzas en el general David Petraeus para que lo saque del terreno enfangado de Iraq y de Afganistán porque ha conseguido cierto alivio de la penosa situación en el primero de estos dos países; teme los desplantes de un Irán fundamentalista que se dispone a dotarse de bombas nucleares; Pakistán, su trastienda para la guerra afgana, se le convierte progresivamente en refugio de los talibanes y de Al Qaeda; asiste, impotente, a la imposibilidad de deshacer el nudo conflictivo Israel-Palestina-Siria-Líbano; en la América Latina se multiplican los desplantes de una izquierda victoriosa electoralmente cuya voz más provocativa se expresa con los insultos y bravuconadas de Chávez. Precisamente cuando Rusia le alienta en su actitud anti norteamericana ASTROMUJOFF y se dispone a confirmarlo, anunciando maniobras navales y aéreas en aguas venezolanas. Y, por si fuera poco, el tándem Medvedev-Putin advierte con la intervención militar en Georgia que ni la OTAN ni la UE pongan las manos en las repúblicas que fueron soviéticas del Cáucaso o Ucrania, lo que en el Kremlin consideran su propio patio trasero.

Pero ya ni esta acumulación de desdichas parece merecer el centro de atención de los norteamericanos. Porque lo peor les adviene como un arrasador movimiento de tierras en su propio país. El derrumbe financiero ha abierto un debate interno angustiado, que el Congreso en sus dos cámaras recogió en horas febriles y accidentadas. ¿Quién ha de pagar los daños de tantos años de desorbitada especulación? ¿El Estado ha de subvencionar o no a las grandes empresas financieras para salvarlas de un hundimiento que puede arrastrar a toda la nación a cuenta, naturalmente, del erario, esto es, del contribuyente?

El país se divide con animosidad. ¿No estábamos en que la economía de mercado, el adelgazamiento del Estado, era la fórmula sin posible réplica? La campaña electoral se envenena. O, lo que es peor, desilusiona. Ni se sabe si a McCain y Obama les favorece o les perjudica haberse reunido con Bush para mostrar su aceptación del plan presidencial de urgencia. Ser demócrata o republicano no compromete a estar a favor o en contra. Y un pacto para encontrarse a medio camino puede no satisfacer ni a unos ni a otros. Especialmente cuando la sociedad norteamericana estaba tan desigualmente afectada por los bienes y los males del sistema económico. Es síntoma de alarma que símbolos de grandeza y poder como los rascacielos neoyorquinos de la Chrysler y de la General Motors pertenezcan, respectivamente, ahora a Abu Dabi y Dubái. Estados Unidos, en estos momentos de decaimiento, como en los de mayor grandeza, proyecta una sensación de vértigo generalizado, porque lo que allí ocurre repercute en todo el mundo.

La Vanguardia (España)

 



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