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30/03/2009 | El nuevo rostro de América Latina

Carlos Nadal

Democracias de izquierda e indigenismo alteran los planteamientos que marcaron el pasado. La América Latina que quiso Reagan, y que casi logró imponer, se ha puesto del revés. Basta, para empezar, un botón de muestra: El Salvador, donde las elecciones del pasado día 15 llevaron al poder al Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) en las personas de Mauricio Funes como presidente y Salvador Sánchez Cerés como vicepresidente.

 

La era iniciada por Reagan ha recorrido una acusada curva y hoy nos encontramos en el reverso de su punto de partida. No hace falta decirlo en el terreno económico porque vivimos el resquebrajamiento general de la que fue su línea maestra, la de los famosos reaganomics (o Reagan economics).Conocemos, y padecemos sobradamente, lo que el libre mercado sin límites ha dado de sí.

Pero hay más. Reagan sería actualmente un fracasado total en su política latinoamericana. Consiguió, esto sí, participar con éxito rotundo en el fin del comunismo europeo, en el fin y desmembración de la URSS. Pero en América Latina, donde metió mano con absoluto desparpajo, lo que fueron en su tiempo laureles de victoria se han vuelto mustias coronas de cartón.

La América Latina que quiso Reagan, y que casi logró imponer, se ha puesto del revés. Basta, para empezar, un botón de muestra: El Salvador, donde las elecciones del pasado día 15 llevaron al poder al Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) en las personas de Mauricio Funes como presidente y Salvador Sánchez Cerés como vicepresidente.

Quienes perdieron la guerra revolucionaria han ganado ahora en el seno de la democracia. Lo mismo que ocurrió en Nicaragua, donde el sandinista Daniel Ortega obtuvo la presidencia en elecciones. ¿De qué sirvieron tanta sangre derramada, el escándalo de tanto ensañamiento durante largos y penosos años? Estados Unidos se empeñó a fondo en esta lucha en nombre de la democracia. Y paradójicamente, la democracia entrega el poder a quienes fueron vencidos.

La democracia ha tomado una dirección no esperada en América Latina. Por esto, el FMLN ha conseguido el poder por las urnas en El Salvador después de veinte años de gobierno de la derecha. Y en Nicaragua, Daniel Ortega, líder del sandinismo, ocupa la presidencia también por voluntad popular. Y las previsiones se han de hacer sobre la medida en que los revolucionarios de ayer lo serán hoy o no. Y de qué manera. Así, en El Salvador, el presidente electo, Funes, tiene un historial moderado, pero el vicepresidente Cerés encabeza una línea radical que raramente dejará de exigir las consecuencias de su presencia. Por su parte, Ortega, en Nicaragua, apuesta por fórmulas desafortunadas de un izquierdismo fuera de lugar.

Subraya la importancia del acceso al poder de fuerzas revolucionarias que perdieron con las armas pero ganan con los votos el hecho de que se produce precisamente en una América Latina en que las urnas han teñido de rojo el mapa del subcontinente, lo que obliga a orientarse mediante sistemas de significados y significantes no usuales.

Ocurre así que, cuando parece llegada la hora del encuentro continental con la Cuba castrista - y así lo pretende, por ejemplo, el presidente venezolano, Hugo Chávez-,la revolución enquistada en la isla caribeña en realidad poco tiene que ver con las venezolanas revoluciones llamadas del siglo XXI y bolivariana, lo que pone de manifiesto el desfase temporal cubano.

El castrismo es un pasado que no acaba de saber cómo pasar cuentas con el presente, no sólo por las ofertas que pueda hacer Obama, sino por los distintos tipos de izquierda que predominan en el actual panorama político latinoamericano. Persiste vivo en América Latina el drama de las desigualdades sociales, pero, aparte del populismo bolivariano de Chávez en Venezuela, surgen planteamientos diferentes que obligan a fundamentales revisiones históricas y jurídicas del marco del Estado nación que se impuso en Latinoamérica después del dominio español y bajo el espejismo de las revoluciones liberal democráticas de Estados Unidos y de Francia a finales del siglo XVIII.

En Bolivia, en Ecuador, el indigenismo ha tomado la delantera sobre el sindicalismo de las revueltas obreras y agrarias. El problema ya no se plantea entre dictadura y revolución o conservadurismo y socialismo en el marco jurídico del Estado nación sino en este mismo. Es el debate sobre si el Estado liberal ha sido y es instrumento de exclusión, dominio y opresión de las poblaciones amerindias en vez de garantía para la libertad e igualdad entre los ciudadanos como sujetos de derecho. Y en este sentido, lo que la nueva Constitución boliviana pone por ejemplo en cuestión de manera razonablemente discutible es el principio universal de que la ley no admita excepciones por razones de sexo, raza, religión o costumbres.

El indigenismo es un enorme salto atrás que reaviva un olvido histórico y se inserta en una exigente actualidad. ¿Existe un derecho codificable a la diferencia por razones étnicas, comunitarias, de autoidentificación como pueblo, y, por lo tanto, el regreso al derecho consuetudinario de entidades anteriores al Estado? ¿Es este Estado una abstracción, pura convención? ¿Pero no lo son a su vez, pasando sobre la realidad de la persona concreta y sus derechos, las comunidades que reclaman el derecho a la diferencia frente a la igualdad y la libre opción de la persona, sobre todo en una época aceleradamente globalizada e intercomunicada?

En América Latina se está produciendo una revolución de fondo y de gran proyección hacia un mundo en el que según organismos internacionales hay 370 millones de indígenas de 5.000 pueblos repartidos en setenta estados. Es una realidad en la cual las Naciones Unidas han entrado sirviéndose de diversas resoluciones, siempre de tan difícil como necesaria aclaración.

La Vanguardia (España)

 


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