En el de Iraq por la vecindad - que ya produjo entre 1980 y 1988 una despiadada guerra- y que ahora adquiere una importancia determinante por la confesionalidad religiosa chií del régimen de Irán y el hecho de compartirla con el 60 por ciento de la población iraquí; en el de Líbano, por la presión interna de la también mayoritaria población chií, especialmente a través del movimiento Hizbulah; en Palestina por los lazos con el movimiento integrista Hamas. Desde cualquiera de estos ángulos de visión las preguntas obligadas son: ¿Qué hará Irán? ¿Qué papel actual o futuro desempeña ya o va a desempeñar?

Preguntas que, también irremediablemente, llevan a otras: ¿Qué ocurre de verdad en Irán, qué alcance hay que dar al salto ideológico hacia atrás que supuso la llegada a la presidencia de la República Islámica del radical Ahmadineyad? Algunos hechos recientes ponen sobre la mesa estas preguntas con apremio. No es el menor que el informe de la comisión Baker-Hamilton recomiende a Bush la conveniencia de implicar de alguna manera al Gobierno de Teherán en la búsqueda de un arreglo para el desastre de Iraq. Y que esto coincida con la incidencia del presidente iraní en una de sus preferidas provocaciones contra Israel.

Se trata de la convocatoria y reunión, entre los días 11 y 12, en la capital iraní, de un seminario internacional revisionista sobre el holocausto nazi. No es nada nuevo. Responde a la retórica oficial de la Revolución Islámica desde los tiempos del ayatolá Jomeiny. Un tipo de recurso de agitación y propaganda propio de regímenes democráticamente irregulares que necesitan alimentar la idea de que son imprescindibles ante enemigos externos e internos. Por esto cada año se celebra el día de Jerusalén y se mantienen los gritos rituales en que van unidos el ¡Muerte a Israel! y el ¡Muerte a Estados Unidos!

La monótona repetición de esta parafernalia durante diecisiete años llega a vaciarla de contenido. Hay todo un repertorio simbólico e ideológico cuya permanente insistencia lo convierte en inocuo para la mayoría de la población. Pero Ahmadineyad la ha retomado con brío por el deseo de volver a las fuentes originarias e incontaminadas de la revolución jomeinista.

Por esto ha hablado de que Israel acabará desapareciendo como le ocurrió al estado soviético, aunque es difícil galvanizar el tedio y la indiferencia de gente cansada del vacío de la palabrería oficial y de un intervencionismo enojoso y absurdo.

Negar el holocausto es negar que hubiera ninguna razón para crear el Estado de Israel, relacionar a éste con una supuesta gran mentira y conjura internacional. La de Occidente y el sionismo. Con lo cual, de verdad, lo que se hace es intentar vender una grande e ignominiosa mentira propia. Negar la Shoa es negar uno de los fundamentos de toda posible redención moral, referencia ineludible de nuestro tiempo.

Si Ahmadineyad usa este tipo de manipulación con tanto desenfado hay que procurar entender por qué lo hace. ¿Es frivolidad demagógica, voluntad de crear un clima tenso en un Oriente Medio que está en peligrosa crispación? Puede hacerlo también como credencial de ortodoxia revolucionaria para asegurar el poder del sector duro del régimen que el presidente encabeza, tal vez hasta desplazar al Guía Supremo, ayatolá Jamenei.

Ahmadineyad, o quien está detrás de él, saben que todo puede entrar en ebullición en Oriente Medio, precisamente cuando Estados Unidos se encuentra atrapado en Iraq. Habrá que tomar decisiones, elegir lo de mayor provecho exponiendo lo menos posible. Y que esto sea así depende, y a la vez repercutirá, en quién se asegure el poder en Irán. De ahí la importancia del pulso con Occidente sobre el armamento nuclear, un contencioso en el que están en juego dos objetivos: cara al interior, abanderar el sentimiento nacional; en el exterior, mostrarse como primera potencia regional, de quién hasta Estados Unidos tendrá que requerir la ayuda respecto a Iraq. Posiblemente a Líbano y Palestina.

Se acercan días conflictivos. Y tanto en Washington como en las cancillerías europeas tendrán que contar de alguna manera con Irán. Pero hay que repetirlo: ¿qué Irán? Porque en este país en rápida y profunda transformación social es cada vez mayor la disociación entre el régimen teocrático y la población. Y el repunte fundamentalista de Ahmadineyad más que cierre de filas parece ser la comprobación de que están rotas en un mosaico variado de fuerzas de los más diversos signos, comenzando por el conglomerado de las que constituyen el conocido como Sistema.

Si Estados Unidos ha de recuperar la diplomacia, el pragmatismo y el tacto más que la amenaza y la fuerza para moverse en el laberinto envenenado de Oriente Medio para impedir un estallido generalizado, tendrá que hacer un seguimiento cuidadoso y hábil de dónde pueden conducir los muchos hilos que se tejen o destejen en la realidad del Irán moderno con todas sus contradicciones, hojas afiladas o lábiles conductos de aproximación.

Y en esta tarea importan, por ejemplo, hechos como que después de dos años vuelvan a producirse protestas estudiantiles, con gritos hostiles al presidente. O el resultado de las elecciones municipales del viernes pasado, en las cuales el Consejo de los Guardianes no tiene la capacidad de aceptar o rechazar previamente las candidaturas. Y que, por tanto, son el barómetro indicador de si el reformismo gana puntos.

El régimen creado por Jomeiny en Irán es un calculado procedimiento de contrapesos que se prestan a interpretaciones o demasiado fáciles o excesivamente engañosas. Es una democracia a su manera, evidentemente mediatizada, falseada. Y, a la vez, una teocracia con aspectos opresivos. No sólo en lo que se refiere a las libertades y derechos fundamentales, la prensa, la asociación y la representación política parlamentaria. Conocida es su injerencia despótica incluso en los ámbitos más privados.

Se trata de un complicado esquema de supuesto reparto de poderes del que sale absolutamente privilegiado el que asegura la continuidad de los fundamentos religiosos en la jerarquía suprema de los clérigos chiíes. Pero la composición de los órganos de poder, incluso en la desigualdad arbitraria de sus competencias, abre inevitablemente márgenes transitables por donde las diferencias y contraposiciones pueden alcanzar erizados enfrentamientos. Cabe hablar, pues, de régimen monolítico, cerrado y a la vez expuesto a resquebrajaduras. De aire denso, viciado pero progresivamente penetrado por la modernidad imparable de una sociedad dinámica y creadora con una mayoría aplastante de jóvenes generaciones, en gran parte de mujeres en la vida profesional activa.

En el caos de Iraq está fracasando una manera equivocada de entender cómo hay que manejarse en un mundo de nuevos y complejos equilibrios. Del lenguaje del Bien y el Mal, de la fuerza y la debilidad, de la verdad y la mentira no hay que fiarse puesto en boca de un personaje que hace gala de un extremado y tosco radicalismo como Ahmadineyad. Cuánto menos conviene en quien ojea el mundo desde el alto punto de mira del salón Oval de la Casa Blanca. Precauciones, todas. Maniqueísmo ideológico, confianza en la prepotencia, ninguna.