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10/12/2006 | Iraq - Ante la inminencia del fracaso

Carlos Nadal

La guerra de Iraq está pasando una costosa cuenta a Bush y su equipo de gobierno. Y con ellos a los sectores políticos y sociales norteamericanos que los apoyaron. En definitiva, a Estados Unidos, a su autoridad y prestigio mundial.

 

 Ahora ya la crudeza de los hechos permite remitirse a un vocabulario muy directo sin demasiado temor de exagerar: desastre, fracaso, fiasco, descalabro, quebranto, derrota. La victoria demócrata en las elecciones parlamentarias del 7 de noviembre dejó al presidente desarmado ante la cruda realidad.

Tuvo que deshacerse de quienes en su Administración aparecían más comprometidos con la desgraciada acción militar y política. Rumsfeld y Bolton, por ejemplo. Pero de nada le ha de servir dejar que salten los fusibles. Queda irremediablemente desnudo y en el centro de la escena un presidente que no puede esquivar la responsabilidad en primera persona. Ylo que está por venir no va a ser fácilmente llevadero.

Un trago amargo ha sido el informe del llamado Grupo de Estudio sobre Iraq, bipartidista, formado por diez personalidades de talla y con James Baker, un hombre de Bush padre, como copresidente. En el documento, resultado de un estudio a fondo realizado durante meses, no hay evasivas. Bush lo ha calificado de duro. Y lo es por su mismo punto de partida, que consiste en decir abiertamente que la situación está en grave estado de deterioración. Y que "no hay una solución milagrosa".

Para proseguir en 79 puntos que van en varias direcciones básicas: a) retirada militar progresiva de aquí a principios del 2008; b) emprender una amplia acción diplomática en la que deberían entrar Irán y Siria; c) es condición imprescindible resolver en términos justos el conflicto israelí-palestino; d) el ejército iraquí ha de asumir la tarea de pacificación; e) la plena responsabilidad de reconciliación y pacificación debe recaer en el gobierno iraquí, bajo la advertencia de que EE. UU. retirará todas las ayudas si no lo consigue.

Basta echar una rápida ojeada al texto para comprender que la combativa Nancy Pelosi, presidenta electa de la Cámara de Representantes, haya sacado la conclusión de que el informe es la comprobación del fracaso de la política de Bush, obligado a proceder a sustanciales cambios. ¿Pero cuáles?

En todos y cada uno de sus puntos el documento quema. Lleva en sí, naturalmente sin decirlo ni siquiera indirectamente, una conclusión sin paliativos: no es Bush la persona indicada para darle totalmente la vuelta a la política que él ha patrocinado, avalado, defendido. Su política. La que le ha valido momentos de aparatosa aprobación popular y el posterior descenso vertiginoso en los índices de favor de la opinión.

En Iraq, el presidente Bush se lo ha jugado todo. Lo hecho allí no es de las cosas que en política son corregibles sin sufrir duramente las consecuencias. Habló el país en las urnas el 7 de noviembre. Tal vez el nuevo Congreso esté en condiciones de darle un giro de 180 grados a la política emprendida hasta ahora. El presidente, no. Lo ocurrido en Iraq exige la reconducción prácticamente total de las decisiones fundamentales. ¿Es posible hacerlo con un presidente que ha gastado todo su capital político en una empresa desastrosa para cuya realización mintió descaradamente al país, uno de los delitos más graves en la vida institucional norteamericana?

Si las responsabilidades del presidente no se ventilan legalmente será porque está por medio el crédito de Estados Unidos. Porque pocos serían quienes pudieran tirar la primera piedra. No se trataría sólo del juicio al presidente.

Están ahí, imborrables, los años de entusiasta adhesión de la mayoría del país; la docilidad del Congreso; el consentimiento de muchos medios de comunicación.

Aun Estado le es dado corregir el rumbo de su política exterior. No así a los promotores y ejecutores de la conducta que lleva a un callejón sin salida. Sobre todo si la política dañina para la nación no es un puro error táctico, sino el resultado de una ideología. Terreno este en el cual Estados Unidos se encuentra ante una encrucijada.

Y que es así debería ocasionar el descrédito de una forma de entender el país, su papel. Las teorías de que le corresponde una misión especial en el mundo para el cumplimiento de la cual le es permitido el arbitrio de acciones unilaterales e ilegales y guerras preventivas. En Iraq se han desacreditado las actitudes neoconservadoras de focos intelectuales como el de la revista Weekly Standard.También instituciones generadoras de pensamiento, medios de comunicación, personajes políticos como el vicepresidente Cheney, el hasta ahora secretario de Defensa Rumsfeld, el embajador en la ONU, John Bolton, el presidente del Banco Mundial, Paul Wolfowitz, y tantos otros, con frecuencia ligados a intereses económicos. Sin descartar a las corrientes religiosas evangélicas.

El mundo está en vías de transformaciones profundas en la relación de fuerzas. Los criterios absolutos del neoconservadurismo que se han servido sin escrúpulos de un presidente que claramente no está a la altura han llevado a todo lo contrario de lo que pretendían encarnar: asegurar la grandeza y preponderancia de Estados Unidos como garantía de un justo orden mundial. Y ahora todo queda abierto, imprevisible. Las recomendaciones del informe Baker-Hamilton lo muestran. Señalan el camino espinoso de retirarse de Iraq sin la cabeza gacha y sin dejar cínicamente abocado al caos a un país al que se ha descompuesto bárbaramente y sin razón legal ninguna. Volver a la diplomacia, a saber jugar con las cartas que se tienen en la mano, a buscar el consenso internacional que tanto se ha despreciado.

Y en esta nueva ruta, esperan toda suerte de amarguras y desencantos. En primer lugar, la ardua tarea de intentar reconducir una política viable para Oriente Medio cuando precisamente en él Estados Unidos ha perdido la credibilidad y respeto. Nada menos que buscar la participación de Irán y Siria para deshacer los entuertos causados en Iraq. Dos países tenidos en la Casa Blanca hasta ahora por portadores de toda suerte de malas intenciones. Y de los que se venía exigiendo altivamente que cambiaran de conducta, incluso con amenazas, frecuentemente poco veladas. Para Bush y su equipo es tanto como pedir ayuda al diablo, invitarle a que les eche una mano allí donde querían que nunca la metiera.

Esto supone replantear por completo el enfoque de la política respecto a un Oriente Medio donde las diversas y tan frecuentemente antagónicas ambiciones de poder, incompatibilidades o coincidencias ocasionales y conflictos se encadenan entre sí. Desde Pakistán hasta Israel y Palestina tirar de una cuerda es mover una infinidad de otras muchas. Y desde todos y cada uno de los puntos afectados se mira con mucho cuidado lo que ocurra respectivamente en los otros. Irán y Siria ya están concernidos en el conflicto iraquí. Hacerlo más abiertamente entraña - hasta para sus gobiernos- ventajas y riesgos que tener muy en cuenta. Y repercusiones de mucha entidad en Líbano, en Israel y Palestina, que no son ajenas para Jordania, Arabia Saudí, los emiratos del Golfo y Egipto.

Ahora se pretende en Washington que del desastre salga la oportunidad de un arreglo. Flagrante contradicción presente en el informe Baker-Hamilton cuando exige al acosado e impotente Gobierno de Bagdad que se haga responsable de restablecer la paz y la estabilidad que el ejército de la mayor potencia del mundo ha sido incapaz de conseguir. La verdad que Bush y los suyos no han querido oír la ha expuesto ante el Congreso el que ha de ser nuevo secretario de Estado, Robert Gates. A la pregunta de si Estados Unidos puede ganar la guerra respondió con un rotundo no. Sólo con la mayor insensatez Bush puede intentar no darse por enterado.

La Vanguardia (España)

 


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