Me escriben lectores hondureños que, a diferencia de esos autóctonos que me recetan profusión de insultos, agradecen las opiniones de un escribidor convencido —más allá de que las formas fueron muy torpes— de que a Hugo Chávez y sus pretorianos hay que cerrarles el paso a como dé lugar. Don Zelaya, señoras y señores, va de víctima pero no es más que un antiguo oligarca derechista reciclado, por pura conveniencia, en aspirante a gorila eternizado en el poder.
Y, en efecto, el hombre hubiera merecido un juicio legal luego de desafiar abiertamente a las instituciones de su país pero, mientras tanto, en lugares como Venezuela se ha atentado flagrantemente contra los ciudadanos al despojar, entre otros opositores a Chávez, al alcalde de Caracas de sus poderes y ni don Insulza ni doña OEA dicen nada. Por lo visto, el único “golpe de Estado” que merece sanciones y condenaciones es el que pueda ser perpetrado contra los jefes del Ejecutivo —no importa que ellos mismos hayan quebrado el orden constitucional— pero cualquier embestida contra los otros poderes del Estado es perfectamente aceptable.
Los socios de la ALBA han emprendido una estrategia de desestabilización continental para instaurar regímenes esencialmente autoritarios especializados en el populismo empobrecedor. No es cierto, por ejemplo, que el pueblo de Venezuela tenga mejores niveles de bienestar ni que a Bolivia le haya sido provechoso su enfrentamiento con Estados Unidos y con los inversores del exterior. Al contrario, los primerísimos beneficiarios del autoritarismo chavista han sido los miembros de una casta privilegiada de seguidores incondicionales que, ellos sí, han multiplicado sus riquezas y las exhiben si pudor alguno: Caracas es el territorio distinguido de los todoterreno Hummer y otros mastodontes mecanizados devoradores de gasolina; es tierra de nuevos ricos fieles a un régimen que reparte generosamente negocios y canonjías con un Congreso a la medida y un poder judicial avasallado. De todo esto se libró Honduras. Que bueno, digo yo.