Esa, la constatación de que los ciudadanos de México estamos perdiendo la batalla contra los canallas sanguinarios, es la más aterradora perspectiva que podemos afrontar como sociedad. Sé que el tema de la inseguridad se ha desgastado por repetitivo y que nuestros líderes políticos nos hacen apremiantes llamados para que reconozcamos las bondades que, cuales restos de un suculento banquete, siguen salpicando el paisaje nacional. Pero así de machacona y monótona como pueda ser esta enésima reseña no debemos, creo yo, acostumbrarnos al horror ni mucho menos dejar de denunciar, una y otra vez, la terrible situación que estamos viviendo los mexicanos.
Si un simple trabajador enfrenta la más espantosa de las circunstancias (imagina, por un momento, lo que sientes cuando, al otro extremo de la línea telefónica, un malnacido te suelta: “¿Cómo quieres que te entreguemos a tu hija, viva o muerta? ¿Qué prefieres, que te enviemos primero un dedo o una oreja? O, de plano ¿te la mandamos en trocitos, descuartizada?”) y si para recuperar al ser querido debe deshacerse de manera fulminante de los pocos bienes que ha logrado acumular a lo largo de una vida entera de trabajo, entonces la viabilidad misma de nuestra nación está en juego.
Lo repito, aquí va a ser cada vez más difícil vivir. ¿Qué hacemos? ¿Nos vamos? Está bien, pero ¿adónde? Y si no podemos huir y no tenemos más remedio que quedarnos, entonces qué, ¿compramos pistolas? ¿Cuántas? ¿Una para cada miembro de la familia, incluyendo la chica de 16 años? ¿Sí? ¿Ese es nuestro futuro?