Un dato descorazonador consignado en el Time: si el dinero que EU pide ahora prestado termina por costarle un punto porcentual más caro, como resultado de la rebaja a la calificación crediticia, entonces se van a nulificar por entero los beneficios que resultan de los futuros recortes al gasto público acordados recientemente en el Congreso. Diez años de esfuerzos tirados a la basura.
Que alguien me diga cómo dedicarle más plata al pago de las deudas si, al mismo tiempo, ganas menos dinero. Este contrasentido, el de solventar las obligaciones financieras en un entorno de austeridad impuesta, es la brillante solución que proponen los alquimistas de la comunidad financiera internacional.
La economía no es una ciencia exacta, señoras y señores. Paul Krugman (no estamos hablando de cualquier pelagatos; ganó el premio Nobel, ni más ni menos), plantea que Estados Unidos (de América) haga justamente lo contrario: que utilice fondos públicos y que se endeude aún más para relanzar la actividad económica y, de esta manera, que sea el crecimiento —inducido por el Estado— el que asegure el pago futuro de la deuda presente. Hay que decir que el tamaño de la economía estadounidense es tan colosal que, inclusive ahora, los compromisos que ha adquirido con sus acreedores son perfectamente manejables.
No piensan así los fundamentalistas del Partido Republicano: se apresuran a repartir culpas siendo que uno de los suyos, George Bush, fue quien dilapidó el histórico superávit que había logrado su antecesor, Bill Clinton, uno de los mejores presidentes que ha tenido la Unión Americana.
De tal manera, el principal acusado de estos momentos, Barack Obama, no sólo heredó la aplastante factura de dos guerras pagadas con dinero prestado sino que tiene que apechugar con una crónica falta de ingresos fiscales. No intenta siquiera, sin embargo, que los ricos vuelvan a pagar los impuestos que el belicoso Bush les había perdonado.
Esto, lo de que la gente que más dinero gana sea la que menos compromisos tenga con su país, es un extrañísimo credo de los yanquis, dogma sagrado de los Republicanos y una certidumbre que los votantes, deslumbrados por el brillo del oro ajeno, se tragan como borregos. Por lo visto, el culto a la riqueza es la verdadera religión nacional.
Así como la igualdad social alcanzada por los países escandinavos no mete dudas en el espíritu de los populistas de izquierda, tampoco el modelo socialdemócrata parece convencer a unos conservadores norteamericanos que no se privan de exhibir su descarnada insensibilidad social: califican de “comunista” cualquier propuesta de intervencionismo estatal para equilibrar los beneficios
económicos.
Nadie se atreve entonces a subir los impuestos en nuestro vecino país. Pero, a la vez, aquellos mismos que propugnan la “desaparición” del Gobierno y la reducción del Estado a su mínima expresión se embolsan alegremente las compensaciones, prestaciones y recompensas que les brinda la Seguridad Social. Es, de nuevo, otra manifestación de esa doble moral tan típica de unos conservadores que suelen condenar públicamente, por ejemplo, los pecados de la carne mientras que, metidos en el armario, practican todas las “desviaciones” imaginables.
Lo malo es que esta consagración americana de la riqueza inviolable se ha convertido en una especie de principio universal: nadie cuestiona ya, en ningún lugar, la soberana potestad de los inversores ni el dominio de los agentes financieros ni el poderío de los capitales especulativos. Todos agachamos la cabeza y aceptamos resignadamente las sentencias inapelables de las agencias de calificación mientras los altos ejecutivos de Wall Street, los mismos que llevaron al mundo entero a la Gran Recesión de 2008, se embolsan prodigiosas remuneraciones.
Un dato descorazonador —y, sobre todo, inquietante— consignado por Fareed Zakaria en el semanario Time: si el dinero que Estados Unidos pide ahora prestado termina por costarle un punto porcentual más caro, como resultado de la rebaja a la calificación crediticia decretada por Standard & Poor’s, entonces se van a nulificar enteramente los beneficios que resultan de los futuros recortes al gasto público acordados recientemente en el Congreso. Diez años de esfuerzos tirados a la basura.
Dicho en otras palabras, estamos en un callejón sin salida.