Las mafias criminales también sueltan una millonada cada mes para agenciarse las lealtades de los policías, jueces y fiscales que deberían perseguirlas. Por último, en algunas comunidades, el dinero del crimen organizado sirve para impulsar la economía local y algunos capos son vistos como auténticos benefactores.
Dicho en otras palabras, tenemos, en México, a un narco que brinda empleos, que asegura sueldos y que, encima, hace una labor social. ¿Quién es el guerrero todopoderoso capaz de desmontar esta estructura? Y ¿qué indemnización, qué recompensa y qué reparación recibirían los actuales beneficiarios de la munificencia de los criminales (es una manera de hablar, desde luego: no lo hacen por generosos sino por interesados, o sea, para asegurarse lealtades, servicios, rendimientos e impunidad) si, por intercesión divina, ocurriera, pues sí, el milagro de que esos narcotraficantes se fueran a sus casa o de que fueran primeramente encarcelados y luego extraditados, por ejemplo, al condado de Maricopa par ser atendidos personalmente por el sheriff Arpaio (un tipo siniestro, en verdad, que, sin embargo, despierta extrañas adhesiones entre los nostálgicos de la mano dura)?
Vaya problema tan gordo que tenemos: esto, lo del narco, es una perversa combinación de factores sociales, económicos y hasta culturales que no se pueden abordar por separado ni atender de manera excluyente. Pero, a la vez, no creo que la solución sea abandonar la cruzada policíaco-militar que está llevando a cabo el Gobierno.
Si lo piensas, es otro de esos grandes desafíos nacionales —como la educación, la desigualdad o el crecimiento— que no hemos podido resolver a lo largo de décadas enteras. Y, vistos precisamente los resultados en esos renglones, el futuro no parece muy prometedor.