Protestan los seres humanos. Protestan violentamente. Protestan pacíficamente. Protestan en China y en Siria; en Reino Unido y en Chile; en Grecia y en España…
Hay mucha gente descontenta en el mundo. Los ciudadanos avasallados por el régimen comunista de Pekín se manifiestan contra la brutalidad policial; en Grecia, salen a la calle para exhibir su rechazo a las políticas de feroz austeridad —o, en otras palabras, de desempleo y postración económica— decretadas por los acreedores luego de los alegres derroches de los últimos años; en Chile, se inconforman los estudiantes; en Siria, los habitantes se enfrentan valientemente a las fuerzas de un dictador y caen como moscas bajo las balas de sus esbirros; en Gran Bretaña, un suceso mal explicado, la muerte de un joven en Tottenham, un barrio desfavorecido de Londres —atribuida inicialmente a la policía—, desata una oleada de violentos saqueos que se extiende a Birmingham y Manchester. Sólo en Cuba no pasa nada, lo que nos habla del férreo control que ejercen los hermanos Castro…
Se entienden perfectamente las ansias de libertad de los pueblos sojuzgados: en Egipto y en Túnez salieron a la calle y se quitaron de encima a dos sátrapas odiosos. Es lo mismo que quieren hacer los sirios y los libios para terminar de consumar esa prometedora “primavera árabe”. Pero, inclusive en los países donde ya cayeron los tiranos, si el advenimiento de la democracia no se traduce en una mejora de las condiciones de vida, en empleos y oportunidades, entonces llegará el momento en que el desencanto se volverá, como en Inglaterra, un detonador de la violencia.
Millones de jóvenes, sin esperanza alguna ni porvenir, sienten que ya no tienen nada que perder. No le deben nada a nadie; ni a su país ni a su comunidad. Y ahí están, esperando que alguien encienda la mecha. Esto apenas comienza.